El cantero de Santibáñez fue un trabajador honrado por excelencia, sí, pero raramente el trabajador honrado suele ser un excelente hombre de negocios; éstos parecen ser el patrimonio si no de quienes carecen de escrúpulos, al menos, de quienes no tienen reparos en actuar con mano izquierda, conociendo a fondo la coyuntura económica del momento. Diríae que el trabajo honrado, aquel que pide una remuneración proporcional al esfuerzo realizado, es incapaz de aceptar un dinero fácil, una ganancia que no haya sido proporcionada por el sudor de la frente. Por eso este hombre, si alguna vez --apoyado en sus módicos ahorros-- intentaba adentrarse en ese camino reservado a las mentes calculadoras, su estrella se oscurecía y los negros nubarrones aparecían en el horizonte turbando la paz y la seguridad de una familia que siempre vivió apoyada en el trabajo del cantero.
Las compensaciones que nunca pudo tener en el terreno financiero las tuvo, y muy sobradas, en el terreno que le era familiar: en su oficio de cantero. Él sabía que trabajaba para la posteridad y, aunque de forma un tanto velada, tenía el oculto presentimiento de que su obra le sobreviviría en muchos años y que su recuerdo no se borraría con su muerte. Yo he tenido la oportunidad de de escuchar a la gente sencilla de los pueblos de la Meseta hablar con entusiamo de los canteros de Santibáñez; varias generaciones de artesanos de la piedra habían dejado entre ellos su obra realizada a golpe de martillo, piqueta y escoda, habían regado con su sudor las calles de sus pueblos y la gente les estaba agradecida.
Nadie se sintió defraudado por su trabajo de maestro, y nadie manifestó haber sido extorsionado por precios abusivos: su trabajo tenía un precio más bien bajo (lo escuché de uno de los mismos interesados) y la gente lo pagaba sin regateos, sabiendo que pagaba un trabajo honradamente ganado. Sólo aquel que --dicho sea para su deshonra--, quizá apoyado en su traje talar, quiso sacar partido de un posible error en la construcción, mereció ser puesto en evidencia tras una actuación que ocultaba intenciones poco nobles.
La obra, una vez terminada, quiso que un aparejador la revisase con la remota esperanza de encontrar un detalle que no fuese del agrado del técnico, a fin de usarlo como trampolín para sus aspiraciones: obtener una reducción en un precio honradamente estipulado. Pero su estupor no fue menor que el disgusto ocasionado al cantero de Santibáñez. El aparejador, presintiendo quizá los intereses que se ocultaban tras la sotana, no solamente no vio el defecto buscado, sino que se sintió orgulloso de de poder felicitar al artífice de aquella obra de cantería.
La aspiración de toda su vida, aspiración que encajaba perfectamente en los límites de su profesión, fue proporcionar a su familia un cobijo salido de sus propias manos y hecho con los retazos de tiempo que su profesión le dejaba libres. Esta aspiración, concebida y realizada sin otra intención lucrativa que la de liberar a su familia del pago permanente de un alquiler, fue una y otra vez coronada por el éxito. La propiedad privada sobre algunos medios de subsistencia parece ser tan connatural al hombre como la satisfacción de ciertas necesidades ineludibles, y por eso el cantero de Santibáñez, mientras se mantuvo en este nivel, vio sonreirle la fortuna.
Con sus módicos ahorros y la valiosa colaboración de quien había entrado a formar parte de su familia, pudo ver inscrito su nombre en la lista de los pequeños propietarios, y a un paso de dar cumplimiento a aquel ideal de su juventud. Había que trabajar duro, pero él ya contaba con ello y nunca fue de los que se arredraron ante el trabajo.
Así fue, poco a poco, transformando el fruto de sus sudores en pequeñas fincas urbanas que él era el primero en habitar hasta que veía llegado el momento de abandonarlas por otras de condiciones más ventajosas.
Pero estas mejoras económicas, si no abrían la puerta a la especulación, al menos daban pie para sacarle un rendimiento a aquel dinero ganado con paciencia y a fuerza de sudores. Por lo general, cuando esto sucedía, la estrella del cantero se apagaba nuevamente y nuevamente llegaban, sin saber por qué, los problemas de todo género; una cañería que se ha roto y el agua penetra en la propiedad del vecino, un inquilino que no paga, un desagüe que se encenagado, una canal rota que inunda de agua la buhardilla, dos vecinos que se querellan y exigen puertas de acceso independientes, otros dos que se han despedido a la francesa dejando algunos meses pendientes de pago, una cloaca que se obtura y hay que levantarla hasta su encuentro con la general, y del mismo modo otros muchos etcéteras que no vale la pena recordar. (Así era el Cantero de Santibáñez) Chindasvinto ... (ver texto completo)
Las compensaciones que nunca pudo tener en el terreno financiero las tuvo, y muy sobradas, en el terreno que le era familiar: en su oficio de cantero. Él sabía que trabajaba para la posteridad y, aunque de forma un tanto velada, tenía el oculto presentimiento de que su obra le sobreviviría en muchos años y que su recuerdo no se borraría con su muerte. Yo he tenido la oportunidad de de escuchar a la gente sencilla de los pueblos de la Meseta hablar con entusiamo de los canteros de Santibáñez; varias generaciones de artesanos de la piedra habían dejado entre ellos su obra realizada a golpe de martillo, piqueta y escoda, habían regado con su sudor las calles de sus pueblos y la gente les estaba agradecida.
Nadie se sintió defraudado por su trabajo de maestro, y nadie manifestó haber sido extorsionado por precios abusivos: su trabajo tenía un precio más bien bajo (lo escuché de uno de los mismos interesados) y la gente lo pagaba sin regateos, sabiendo que pagaba un trabajo honradamente ganado. Sólo aquel que --dicho sea para su deshonra--, quizá apoyado en su traje talar, quiso sacar partido de un posible error en la construcción, mereció ser puesto en evidencia tras una actuación que ocultaba intenciones poco nobles.
La obra, una vez terminada, quiso que un aparejador la revisase con la remota esperanza de encontrar un detalle que no fuese del agrado del técnico, a fin de usarlo como trampolín para sus aspiraciones: obtener una reducción en un precio honradamente estipulado. Pero su estupor no fue menor que el disgusto ocasionado al cantero de Santibáñez. El aparejador, presintiendo quizá los intereses que se ocultaban tras la sotana, no solamente no vio el defecto buscado, sino que se sintió orgulloso de de poder felicitar al artífice de aquella obra de cantería.
La aspiración de toda su vida, aspiración que encajaba perfectamente en los límites de su profesión, fue proporcionar a su familia un cobijo salido de sus propias manos y hecho con los retazos de tiempo que su profesión le dejaba libres. Esta aspiración, concebida y realizada sin otra intención lucrativa que la de liberar a su familia del pago permanente de un alquiler, fue una y otra vez coronada por el éxito. La propiedad privada sobre algunos medios de subsistencia parece ser tan connatural al hombre como la satisfacción de ciertas necesidades ineludibles, y por eso el cantero de Santibáñez, mientras se mantuvo en este nivel, vio sonreirle la fortuna.
Con sus módicos ahorros y la valiosa colaboración de quien había entrado a formar parte de su familia, pudo ver inscrito su nombre en la lista de los pequeños propietarios, y a un paso de dar cumplimiento a aquel ideal de su juventud. Había que trabajar duro, pero él ya contaba con ello y nunca fue de los que se arredraron ante el trabajo.
Así fue, poco a poco, transformando el fruto de sus sudores en pequeñas fincas urbanas que él era el primero en habitar hasta que veía llegado el momento de abandonarlas por otras de condiciones más ventajosas.
Pero estas mejoras económicas, si no abrían la puerta a la especulación, al menos daban pie para sacarle un rendimiento a aquel dinero ganado con paciencia y a fuerza de sudores. Por lo general, cuando esto sucedía, la estrella del cantero se apagaba nuevamente y nuevamente llegaban, sin saber por qué, los problemas de todo género; una cañería que se ha roto y el agua penetra en la propiedad del vecino, un inquilino que no paga, un desagüe que se encenagado, una canal rota que inunda de agua la buhardilla, dos vecinos que se querellan y exigen puertas de acceso independientes, otros dos que se han despedido a la francesa dejando algunos meses pendientes de pago, una cloaca que se obtura y hay que levantarla hasta su encuentro con la general, y del mismo modo otros muchos etcéteras que no vale la pena recordar. (Así era el Cantero de Santibáñez) Chindasvinto ... (ver texto completo)