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BUSTILLO DEL PARAMO: Hola, Amador, ¡qué alegría poder contactar con alguien...

Cuando las faenas del verano eran abundantes (y lo eran siempre) y una familia temía no poder llevarlas a buen término, o bien cuando uno podía permitirse ese respiro, se ajustaba un agostero para que, con el sudor de su frente, se ganara el pan de cada día e hiciera un poco de hucha con vistas al futuro.
Ése era el caso de Eugenia que, desde la baja de mi madre en las faenas del campo por haber iniciado una nueva singladura junto a mi padre --el cantero de Santibáñez-- y tener que seguir sus huellas, se había ajustado no para el verano sino a perpetuidad hasta que las circunstancias de uno u otro decidieran que ese ajuste, o ese contrato, había llegado a su fin.
Así es como Eugenia, la nueva fuerza nueva de la casa, llegó con el tiempo a ser su sostén con el beneplácito de todos, lo que a ella misma le llenaba de sano orgullo viendo en qué medida se apreciaba su apoyo.
Aún recuerdo las veces que, tras una buena reprimenda de mis abuelos con su correspondiente castigo ella enjugaba mis lágrimas y me arropaba en la cama con un beso de buenas noches. Aún recuerdo cómo, andando por los ásperos caminos del páramo de aquel entonces hasta llegar al lugar en que ella vio por primera vez la luz, el Castromorca cercano a Villadiego, me iba contando historias de las que alguna tendría mucho que ver con su fantasía o con su credulidad, pero otras no tanto.
Ésta es la Eugenia que antes de llevarme como compañía a través de los páramos, cuando tenía que visitar a los suyos, daba lustre a sus zapatos mediante una buena porción de "servus", los llevaba en un "fardillo" hasta la entrada del pueblo donde se los calzaba y colocaba en él las humildes alpargatas de cáñamo, la que se ponía la "chambra" nueva para que la vieran guapa y la que uncía las vacas al yugo apretándoles bien las coyundas antes de dejarlas bien sujetas al carro con em "sobeo".
De ella aprendí que ciertos montones de piedras que se podían observar en ese extenso páramo se llamaban marcueros. Nunca he encontrado ese nombre reseñado en diccionario alguno, pero he llegado a averiguar que marcueros son unos montones de piedras que se formaron antaño siguiendo ciertos ritos. Hoy en día los de su pueblo siguen llamando marcueros a esos montones de piedras con que los pastores hacen, o hacían, sus cabañas para resguardarse de las inclemencias del tiempo.
Sin duda alguna que tiene que ver más con su fantasía la que ella llamaba, porque así lo había oído, la piedra de los aceiteros. Era una piedra de más de una tonelada, bien clavada en en la dura tierra del aquel inhóspito páramo, atravesada de parte a parte por unos grandes agujeros, lo que la hacía asemejarse a una enorme rodaja de queso de gruyere; esta piedra, según me contaba con emoción, la habían perforado antaño unos aceiteros a huevazos. Lo que nunca me supo decir es si eso lo hicieron en una apuesta, en dura batalla campal o por simple entretenimiento. Yo ahora, dada su ubicación en el campo de los marcueros, más bien la relacionaría con los menhires.
Ésta era la Eugenia que, una vez aposentada como la fuerza viva de la casa, cargaría los carros a la hora de acarrear, la que segaría al dalle como cualquier segador curtido, la que araría las tierras y daría vuelta al brabant como si de un juego de niños se tratara, la que ordeñaría las ovejas y unciría las vacas apretándoles bien las coyundas al ubio antes de sujetarlas al carro con el sobeo, la que montaría en la burra a horcajadas y la que, en fin, compensaría la fuerza física de mi madre, que había causado baja, ¿por qué no decirlo?, quizá con ventaja. En definitiva, ante tal cúmulo de cualidades, vistas ahora a cierta distancia, cabe decir que ésta era la mujer fuerte de la que a veces habla la Biblia.
Ante tal dechado de virtudes, al menos humanas, nada tiene de extraño preguntarse si mis abuelos no habían atesorado antes todas las referencias acerca de ella, y si no pensaron alguna vez, como quien no quiere la cosa, en la posibilidad de una alianza con mi tío que hacía poco había vuelto del frente; sí, aquel tío que me llamaba cariñosamente Caporal.
Si existió esa remota posiblidad, mi tío se encargó de desmentirlo con su actitud, ya que, al parecer, pensaba más en una vida de perfección y en el cúmulo de virtudes divinas que en en esa vida podía desarrollar que en el espejismo de todas las cualidades humanas. Esa fue la razón de por qué la vida de Eugenia y la de mi tío no siguieran por caminos paralelos, es más, por qué ya desde entonces iniciaran singladuras tan poco similares. Mi tío, pocos años más tarde, encerraría su vida entre las cuatro paredes de una celda de la cartuja de Miraflores. A Eugenia el destino la regaló una familia numerosa al estilo de las de entonces, aunque a un hijo se lo arrebató muy pronto en un accidente. Hoy vive con otro hijo en Bilbao. ¡Cómo me gustaría que llegara a sus oídos la noticia, por cualquiera de estos caminos que los tiempos presentes han puesto a nuestro alcance, de que aquel rapazuelo de siete u ocho años que vivió en el Bustillo de sus sudores juveniles, aún sigue pensando en ella con cariño! (continuará). Chindasvinto

Podrimos pensar que chindasvinto es el nuevo Cervantes del siglo 21, que historias mas alucinantes, el cantero de Santibañez tambien arreglo la iglesia de LA NUEZ hace mas de 50 años yo era muy pequeña todavia le recuerdo en el andamio, pintandola por dentro de blanco y borrando para siempre aquellas paredes azul cielo que tan bonitas me parecian, y que ya de mayor he podido apreciar en otras iglesias romanicas del valle de Mena.... bueno esto es otra historia

Hola, Amador, ¡qué alegría poder contactar con alguien que siente el mismo amor a la tierra que uno siente! Uno lamenta no haber hecho en su día muchas más cosas de las que hizo, no haber conocido a más gente que la que conoció en el pequeño reducto donde le colocó el destino. Pero los medios de entonces eran mucho más reducidos y sobre todo mucho más precarios que los de ahora. Yo de buena gana te diría que antaño me sentaba en las piedras que hay en la solana de la primera casa de tu pueblo para ver pasar las ovejas a la puesta del sol; de buena gana te diría que me sentaba a media ladera, entre la carretera y las primeras casas por si lograba ver a aquella pequeña Dulcinea con la que yo soñaba para rendirle mi más sincera pleitesía, pero no, te mentiría; como te dije, yo no entré en tu pueblo quizás por timidez, quizá porque no encontraba ningún argumento válido para explicar por qué estaba allí.
Lo que sí puedo decirte es que alguna vez me senté junto a un tilo, en esos días de pesca de que te hablé antes, a ver la puesta del sol allá, en la última curva de la carretera, antes de encaramarse al páramo de los caminos que no van a ninguna parte, porque a mí, como al Principito de Saint-Exupéry (supongo que lo conoces), también me gustan las puestas de sol. ¿Conque han cortado los tilos que hacían el pasillo a la carretera al pasar por tu pueblo? ¡Qué pena! No lo sabía, y eso quiere decir que ha llovido mucho desde la última vez que pasé por ahí, es más, incluso habrá nevado bastante. Este mismo mes voy a tener una nueva oportunidad de pasearme por esos caminos del páramo como un llanero solitario y subiré expresamente esa cuesta para verlo con mis propios ojos y añorar aquel paisaje que yo tenía tan guardado en mi memoria. Ahora tendré que cambiar el chip.
¡Ah, por favor, Amador, no me digas cosas capaces de sacar los colores al más pintado! Mis historias son la historia de cualquier niño de ocho años y mis vivencias son las mismas que las de cualquier hijo de vecino; sólo que para describirlas, si no pongo toda el alma en ellas, prefiero que se apolillen o se cubran de polvo en el rincón más oscuro y olvidado de mi subconsciente. Chindasvinto