Y por último añado:
En la sociedad, los efectos del sistema de reparto son muy negativos. Por un lado, el sistema de reparto encarece el trabajo, lo que incide negativamente en el empleo y fomenta la contratación precaria o incluso irregular. Por otro lado, los trabajadores perciben acertadamente la cotización como una especie de impuesto, y no como una forma de ahorro e inversión. Son especialmente los jóvenes quienes se sienten robados mediante unas cotizaciones que, como intuyen acertadamente, nunca recuperarán. Esto hace que muchos traten de evitar el pago, lo que incrementa la economía sumergida. La injusticia del sistema de reparto se hace aún más palpable en el caso de los trabajadores autónomos.
Uno de los efectos sociales más nocivos del sistema de reparto es la politización de las pensiones. Como es el Estado quien decide todo (cuánto se cotiza, cuánto cobran los jubilados, a qué edad puede uno retirarse, etc.), los diversos partidos utilizan la política de pensiones como arma electoral, máxime si tenemos en cuenta que la inversión de la pirámide demográfica hace de los pensionistas un colectivo estratégico para ganar unas elecciones.
Pero el efecto más lamentable del sistema de reparto es el empobrecimiento generalizado de todo un segmento de la población: nuestros mayores. Las personas que llevan toda una vida trabajando se convierten, al jubilarse, en rehenes de la voluntad social y política de las generaciones siguientes, ya que en realidad son ellas quienes les pagan. Todo lo que ellos cotizaron esforzadamente durante décadas ya se gastó tiempo atrás para atender a otros pensionistas, en un círculo vicioso cuya ruptura es hoy una necesidad social acuciante.
Así, los ancianos saben que dependen de la buena voluntad de los jóvenes, y el conflicto intergeneracional está servido cuando la demografía no acompaña, cuando apenas dos trabajadores deben soportar la pensión de cada jubilado, por baja que sea.
El sistema de reparto hace necesaria la intervención de las familias para completar de alguna manera el ingreso de sus mayores. Esto crea numerosas injusticias, ya que unas familias pueden y quieren ayudar a sus padres y abuelos, y otras no. Por supuesto, los ancianos sin descendientes se ven particularmente penalizados. Y los trabajadores en activo con padres ancianos, sobre todo si son hijos únicos, se ven obligados a contribuir doblemente al sistema: por un lado, con unas cotizaciones desmedidas y, por otro, ayudando directamente a sus propios mayores.
Y sin embargo, los jubilados deberían ser generalmente las personas proporcionalmente más acomodadas en todas las capas de una sociedad, puesto que llevan toda una vida trabajando, ahorrando e invirtiendo. Pero el sistema de reparto se ha quedado con su dinero, no lo ha capitalizado y se lo ha gastado en atender sus obligaciones anteriores, y ahora les condena a vivir con mucho menos de lo que les corresponde y, con frecuencia, en condiciones cercanas a la pobreza. Los mayores son por su propia naturaleza una especie de discapacitados económicos a los que hay que ayudar con todo tipo de descuentos en el transporte y en los espectáculos, con vacaciones organizadas por el IMSERSO y con otros beneficios que no serían ni remotamente necesarios si el sistema de reparto no hubiera empobrecido a estas personas.
Un abrazo.
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