En una
esquina de Oaxaca, junto al
mercado, había un zapatero viejo llamado Don Matías Herrera.
Su taller era un banco de madera, unas herramientas gastadas y un paraguas roto para taparse del sol.
Cada día, arreglaba zapatos de adultos: les cosía las suelas, les cambiaba las agujetas, les pegaba los bordes.
Pero cuando llegaba un niño con los tenis rotos, Don Matías hacía algo distinto:
—“A los niños no se les cobra por caminar” —decía.
Les remendaba los zapatos, les limpiaba el polvo y, a
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