Cuando Mirela tomó el
tren a las afueras de Bucarest aquel día, solo quería desconectar. No esperaba cambiarle la vida a nadie. Mucho menos a un ser que no sabía ni su propio nombre.
El tren se detuvo unos minutos en una
estación rural cerrada hacía años. Las
puertas no se abrieron, pero Mirela miró por la
ventana. Entre los escombros, algo se movía.
Una bola de pelos, huesos y miedo. Era un perro, pero no se parecía a ningún otro que hubiera visto. Flaco hasta lo irreal, con un ojo lastimado y
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