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UJUE: Desde aquí Ujué es una imponente visión: castillar...

Desde aquí Ujué es una imponente visión: castillar enhiesto con su tongoneo de piedra, aéreo alarde arquitectónico, alto brazo de pétrea empuñadura, poyo montano de Santa María...

Pueblo de piedra rebelde: tus casas van de regreso, sólo tu torre navega con remos de moro viejo, le canta a su pueblo en uno de sus romances el poeta Gaudencio Remón.

Por carrascales y coscojares

El itinerario que nos han preparado nuestros guías, Cortés, Madoz y Arbilla, comienza de suyo cerca de la carretera y continúa entre dos orillas de trigo alto, y luego entre matorrales, margaritas y amapolas, que buscan un respiro dentro del chaparral. A los dos lados quedan unas paredinas, restos de secos corrales que utilizaron y habitaron los muchos pastores que hubo un día en Ujué. Son dignos de ver todavía dos viejos pozos de piedra, con entradas para el agua debajo de las carrascas, y una balsa próxima entre juncales. Cada corral solía tener dos, en forma de aljibes, uno para los cristianos y otro para las bestias. ¡Qué esfuerzos dramáticos en Ujué para almacenar el agua!

Caminamos luego entre el espeso carrascal. Desde los bordes del sendero los tomillos huelen a cuento infantil o a romance amoroso, y declinan unos lirios del campo ya sin flor. Cantan algunos mirlos tan bien, que parecen a veces ruiseñores. Cerca de unos lavazos, más restos de corrales derruidos.

El sendero se ensancha en el Rincón de Miguelico. A tramos se rompe, se torna difícil y corre un rato a la vera del hondo cauce del barranco de los Berros, que da nombre al itinerario y divide las dos vertientes del valle. Las muchas cacarrutas nos indican que es un camino ovejero, en cuyos sombríos abundan las lechetreznas. La hondonada se aprieta de carrascas y coscojas, en plena recuperación. Unos chopos jóvenes se disparan alegres junto a las aguas que arrastraron las torrenteras. Una gran pieza maquinada, con un buen acceso a ella, ha hurtado un largo espacio a lo que un día no lejano fue carrascal.

Un letrero proclama "Refugio de perdiz", pero nosotros no vemos ninguna. Pequeñas mariposas, blancas y marrón claro, que cada día se ven menos, se demoran en las dulces y tiernas flores de las viboreras.

Un camino agrícola ancho, por donde transita el tractor, nos sube, curva tras curva, por la misma vertiente por la que hemos descendido, sólo que un poco más al sur. Graciosas salvias blancas van saliéndonos al paso. Vemos ya los lejanos montes de Aragón, y unos molinos eólicos. Más cerca de nuestros pies, muchas hormigas hacen sus menesteres, monásticos y conventuales a la vez, en torno a grandes hormigueros. Vemos ahora San Isidro del Pinar, entre sus naturales pinares, y el monte San Pedro, de Cáseda, casi azulado tras el polvillo innúmero de la tarde.

Volvemos a la carretera. Las sementeras ocupan casi todas las lomas y cabezos circundantes. Una zarabanda de quirces se posa sobre el tejado de la ermita, que ahora aparece menos blanca.

Otra vez Ujué, entre bancales, diminutas cuadrículas en las que se repartía la pobreza, cuando no la miseria, de las pobres gentes de Ujué.

Tres Mugas

O podemos comenzar un nuevo recorrido, el de las Tres Mugas, (Ujué-Murillo el Fruto-Gallipienzo), esta vez en el extremo sur del dilatado término de la villa, al pie del montecillo Aldamara, junto al río Aragón, que viene por aquí frondoso, sonoroso, calmoso. El barranco Lerbez o Lerbeltz (¿pino negro?), topónimo de la contrada, se prepara ya para vaciarse, sosegado ya entre un cortejo de álamos, fresnos y alisos.

Entre los dos barrancos se ubica el Corral de la Huerta, el antiguo corral de Napal, una casa de piedra, reconstruida en 1988, con ventanas enrejadas, viña adjunta, jardín y entorno con acacias, cipreses, pinos y abetos. El barranco Lacumulatu, que hoy arrastra mucho agua, baja desde el término homónimo y concentra aquí, poco antes de llegar a la lengüeta que ha hecho en el Aragón, fresnos y robles, además de encharcar la pista y de nutrir un pequeño regadío, donde hay acelgas y cebollas. El sendero va paralelo al cauce.

En la orilla, junto a un cañaveral, una cabaña bien hecha, con la puerta abierta y algo de leña dentro; un botijo, un pan y una botella de vino, pintados en unas cerámicas del exterior. Unos álamos, oxidados de líquenes. Un regadío sobre una repisa, donde un palo alto con muchas latas que se bambolean y chocan entre sí hace de espantapájaros. Por las laderas, se afirman robles y pinos carrascos.

Del valle a la cima y de la cima al valle

El sendero es aquí una húmeda trocha que se abre paso entre una tupida vegetación de lentiscos, bojerales y matorrales. Llega un punto en que nos las vemos y deseamos para saltar al otro lado del barranco, con la ayuda de unas piedras y unos juncos, y para no caer en la poza.

El anguloso vallecico que aquí se abre está colonizado por el pino, el chaparro, el boj y el romero. Los cincuenta metros de pendiente hasta la cima es lo más penoso del viaje, aunque intentamos aliviar el repecho mirando a lo lejos y a lo cerca, mezclando los verdes de las sernas y los morados y violetas de las lejuras. Un montón de grandes piedras, bajo venerables, hoy no polvorientas, encinas, hace de mirador natural, cerca de otro promontorio poblado de pinos. Un somier y otros trastos viejos están tirados al pie. Algún barbaján debió de pensar que este sitio perdido y solitario era el adecuado para basurero.

El próximo corral de Domingo Ibáñez, urdido de adobe y piedra seca, tiene caído el tejado, y hay un camión abandonado junto a la hormaza. Un almendro saca su lindo talle de entre la ruina.

Un camino ancho nos desciende, casi en línea recta, hasta la pista. Llevamos a nuestro costado izquierdo un larguísimo y faldoso campo de cereal, no sembrado este año, salpicado por unas cuantas carrascas del bosque primitivo. Carrascos los llaman por aquí. Gaudencio, que es el nombre más alegre del santoral cristiano, junto con el de Leticia, les dedica uno de sus airosos romances:

Siempre vestido de verde, va de musgo compañero, sombra de paz campesina que regala con empeño. Vigía de la Ribera, testigo de los romeros, que al albor primaveral madrugan recogimiento tras una Paloma blanca entre cánticos y rezos. Encima de nosotros una luna creciente y compasiva nos avisa de lo tarde que se nos ha hecho. El barranco Lerbez o Lerbeltz salta ruidoso por las quebradas del Motelarana haciendo aún más romántico el atardecer. En la pista llana que bordea el costado meridional del Aldamara una fila de almendros de flor blanca nos dan todavía un poco de luz.