— ¿Y tú por qué llegas tarde, otra vez?
La pregunta sonó más dura por el eco del aula vacía. El profesor Álvarez, con sus lentes torcidos y su cuaderno manchado de tinta, miraba a Ignacio con gesto severo. El chico, de unos quince años, tenía el uniforme arrugado, las manos sucias de tierra y los ojos bajos.
—Perdón, profe. Es que…
— ¡Siempre hay un “es que”! —interrumpió el hombre, cansado.
Ignacio no respondió. Solo se quedó allí, en la
puerta, con los dedos cerrados en puño. En el fondo del
... (ver texto completo)