Compramos energía a futuro
        

Mensajes enviados por José Mel Z..L.:

-Tú te bastas a ti misma.
-Y sin embargo soy simplemente una mujer sola.
-Soñé en una ocasión que eras como una raíz milenaria que se hundía en la tierra y surgía al instante cargada de jóvenes serpollos. Eras como una diosa desafiando la memoria del tiempo.
-Puede que tú también hayas nacido cerca del mar.
-Desdee antes, desde mucho antes.
- ¿Desde antes incluso de que llegaras al pueblo, montado en el caballo del cura Lubencio?
-Parece como si te conociera de toda la vida, desde siempre.
Aquella noche de lluvia pertinaz, a Dulce Nombre de María, le ardía intensamente la mirada. Juan la abrazó como quien abraza la niebla. Entre sus brazos estaba la pasión, pero una difusa verdad antigua lo hacía escapar siempre del presente, quizá por lo que tenía de real, quizá por lo que tenía de muerte. Huir, siempre huir. Ese parecía ser su destino. Sintió deseos de soltar su cabeza bajo el agua furiosa del arroyo de Rocellanos, como hacía cada vez que salía de la mina.
-Casi nada, Juan.
-Tú... ¿me entiendes, Maria?
-Lo sé, Juan, escuché el domingo las amonestaciones.
-Me caso, Maria.
Hacia ya muchas noches que Juan Damasceno no saltaba la tapia. Quizá ya nunca más volveria a saltarla. La última vez que lo habia hecho llovía mansamente sobre los arrietes abarrotados de rosas, sobre el tilo adormecido y sobre la mecedora de mimbre, olvidada frente al zaguán.
Cuando Dulce Nombre cerraba los ojos y el tonto le acariciaba los pechos, el cielo abría para ella su regazo y la mentira parecía verdad y, en el delirio de lo inútil, encontraba motivos para seguir respirando libre, cada tarde, el invariable tedio del aire.
-Alarico es dócil. Mándele lo que quiera. Es obediente y está fuerte. Pero no le dé cosas dulces, que se le ablanda la tripa. Tampoco le ofrezca alcohol, pues se me desmanda al monte y le da por decir que todo el aire está turbio y no distingue las caras de las gentes.
La madre del tonto, Plácida Iglesias, hacia mejor que nadie los buñuelos de maiz y el pastel de castañas. Los dias de mercado en El Valle bajaba con la cesta repleta de empanadas y confituras, a sacar unas pesetas para mantener la casa.
El tonto Alarico, a quien su madre habia parido sin querer (once meses despues de quedarse viuda), le arreglaba el jardín a la viuda Dulce, le cortaba la leña y le acarreaba el agua de la fuente.
-Al fin y al cabo, el amor nunca tiene futuro.
Nunca más volvieron a hablar de aquel noviazgo. Siguieron amándose en el secreto de la noche, sobre la alfombra de vellorin o en la alcoba historiada, sobre la cama de níquel, o sobre el mimbre ruidoso, al amparo del tilo. Y fue a partir de entonces cuando la viuda Dulce comenzó a enseñar al tonto Alarico a acariciarle los pechos. (Y ya estamos de nuevo frente a la doble actitud, donde todo pierde su primer sentido y la velleza se torna veneno y el fuego probablemente melancolía.)
-Al fin y al cabo, el amor nunca tiene futuro.
-Suéltate el pelo, Maria, y emborráchame el alma.
-Está bien, Juan, lo que tú haces, para mí, siempre está bien. Y ahora permiteme que sople la vela. Ya no importa que incomoden los hechizos.
-Es que yo quisiera...
-Lo que tu has hecho, para mí siempre estuvo bien. No te pido nada mas alla de este momento.
Juan la miro algo asustado. Ella nunca levantaba la voz. Maria Dulce tomó la cabeza de él entre sus manos.
¡Nunca estuvo echada la tranca en el porton!
Pero tu marido hacia solo dos meses que...
Mira, Juan, yo no te pedí que saltaras las tapias como un fuetivo.
Anduve muy confuso, pero creo que ahora sé lo que quiero.
Yo no creo nada, sólo te quiero.
¿Y tu?
¿Crees de verdad que lo nuestro es imposible?
Yo quisiera que tu...
¡Monsergas! No necesito explicaciones brillantes. No te la he pedido.
Ya te dije que yo nunca tuve estrella y no puedo vivir siempre con este swabos a azufre en...
Lo sé, Juan, lo sé.
Es Clara, la hija de Rufo, el sindicalista.
Lo sé. Me lo dijo Maura.
Maria, tengo novia. Novia formal, ya sabes.
Recordó la noche en que Juan Damasceno tomó sus manos y la sentó frente a él, en el sillón aborrachado donde Lázaro Alonso repasaba las crónicas de los conciertos de Matilde Revenga. Aquella noche tenía Juan en el rostro un gesto insondable y sus ojos parecian mas negros que de costumbre.
La luz del farol se aposento en su regazo. La brisa era fresca y más fuerte el olor de la mejorana.
-En este pueblo anochece antes que en el resto del mundo.
El patio reposaba ya en el sosiego de la noche prematura.
La viuda sintio en el paladar el sabor del jerez quina La Enfermera adormeciéndole el aliento.
-Mira que si naces el treinta de enero y te dicen Aldegunda, como aquella criada que tuvo don Porfirio, el padre de Efrén Alonso, que se lavaba el sobaco y la entrepierna con agua de lluvia para evitar, decía, los escozores. O mira tu si naces el cinco de febrero y te ponen Calamanda, como a la madre de los hijos del cura Belarmino, que dio que hablar hasta en la mismisima Roma.
Dulce Nombre de Maria tuvo mucha suerte al nacer el doce de septiembre y de que su madre le pusiera el nombre que ese dia señalaba el santoral.
Peñafonte murmuraba extrañas credulidades a la hora de la cena. Mientras, la viuda Dulce seguía balanceándose sobre su mecedora de mimbre, tragandose toda la soledad de la noche.
-Esa huella que tú buscas, sin saberlo, esta mucho más allá de aquello que alcanza tu recuerdo. Quizá se pierda entre los antiguos desalientos de alguna mujer de niebla.
-Juan Damasceno, el hijo de tu vecina Úrsula, tiene la mirada perdida, nadie sabe donde. Recordarás que el dia que llego a Peñafonte andaba el cielo indeciso, igual que ahora, en vísperas de su casamiento con la hija de Rufo. Y recordarás también que aquel día, la partera Maria Perpetua lavaba a tu hijo Claudio, en el portal de tu casa, con infusión de flor de saúco. Tu hijo no aguantó la erisipela y se murió a los pocos dias de la llagada del hospiciano.
-Esa huella que tú buscas, sin saberlo, esta mucho más allá de aquello que alcanza tu recuerdo. Quizá se pierda entre los antiguos desalientos de alguna mujer de niebla.
Cada acto de su vida parecia ir encaminado a aplastar ese recuerdo que azotaba la sobrehaz de su alma. Pero, a la vez, Juan, buscaba, quizá sin saberlo, la huella de su infancia en cada paso que daba (que de contradicciones está hecha la sustancia del hombre y, dicen algunos, que nuestra existencia la llevamos en forma de doble actitud, pues es muy poco aquello de nosotros que controlamos y mucho lo que mediante urgencias o sorpresas vamos edescubriendo cada dia), que Juan Damasceno, cuanto más buscaba esa huella más la enterraba, pues andaba ya enredada, como lúpulo gigante, en lo mas profundo de su existencia. ... (ver texto completo)
Le pedía al cielo que enterrara ese recuerdo para siempre en el fondo de la mina, que lo confundiera con el borbollar del arroyo y se lo llevara lejos, hasta hacerlo desaparecer en el rugir de los rabiones.