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Mensajes enviados por José Mel Z..L.:

-Esta madrugada se olvidaron de cantar los gallos. Después, al midiodía, la benebolencia del cielo trajo el sol a los corazones indecisos. Al atardecer, rotas las gargantas por los efectos del canto y del vino, los pegollos de los hórreos empezaron a humedecerse, la neblina se metio por los regueros y cuervos y chovas volaron bajo formando tupidos grupos, lo cual, todo junto, constituye la señal inequívoca de la lluvia. Y la noche trajo la lluvia que ahora cae como una letanía sobre los sueños y ... (ver texto completo)
Rufo cerró la ventana mientras su mujer preparaba la cama masticando plegarias.
Los serpoles se crecían en la sombra de la noche. La floresta se hinchaba jubilosa con la llagada del orvayu. El agua. débil y rizosa, acariciaba los surcos y las semillas reventaban la tierra. Se estiraban las raíces de los castaños bajo los cimientos de carbón y barro.
Rufo cerró la ventana mientras su mujer preparaba la cama masticando plegarias.
-Ya orvaya, Rufo. No me gusta nada que orvaye esta noche.
Afuera se esfumaba la niebla y un orbayu manso y tupido comenzaba a caer con mimo sobre Peñafonte.
Una ráfaga de aire abrió la ventana de par en par e hizo tambalearse la llama del candil que dibujó instantes de sombra sobre las paredes de cal.
-Ya se le abra pasado, mujer.
-Estaba borracho.
- ¡Práxedes!, estás hoy muy retorcida. La vaca estaba aún muy cerrada, además le dije a Juan que me avisara.
- ¡Mira que si le da por soltarlo esta noche!
-Se empeño Clara.
-No debiste dejar que se llevaran la vaca hasta que hubiera nacido la cria.
-Mujer, cada cual tenemos la nuestra.
-Tiene la mirada demasiado quieta y perdida.
-Es un buen hombre.
- ¿Qué piensas tú de Juan?
Práxedes y Rufo llevaban muchos años acariciandose mutuamente los pliegues del corazón.
-Será que de nuevo se nos avecina el hanbre.
-Lo cierto es que de nuevo hay ecos fuertes en este callejon.
-No, eso fue antes, cuando la plaga de las lombrices negras que entraban en el vientre de nueve en nueve.
-Y el hijo mayor de Calamanda y del cura Belarmino.
-Fue cuando murieron tus primos, Salvador y Constante.
-Es cierto, pero nunca tan agudos desde aquellos días de hambre, cuando se cerraron las minas y la gente tomaba caldo de ortigas y castañas. Se murieron muchos niños en aquellos meses, demasiados niños, y los ecos arreciaron entonces porque el callejón, Peñafonte y el mundo entero estaban inundados con las voces de tanto muerto inocente.
-Siempre hubo ecos en este callejon.
-Siento, Rufo, muchos ecos en el callejón.
Rufo Fernandez y Conrado Varela, maestro de Peñafonte desde el año once (poco despues del mitin de Sam Emiliano), comulgaban todos los domingos por la tarde con marxismo y un poco de vino viejo, en una esquina de la sala, en la casa de la Escuela, mientras las mujeres de ambos (Práxedes y Remedios), Blandina San Juan (quien dejaba a su hermano Lubencio con las cataplasmas de ortiga aplacándole el reuma), Flora y Placido (los padres de Digna Emerita) y la partera Maria Perpetua, jugaban, bajo la lámpara ... (ver texto completo)
-Conrado es muy ocurrente y nos aprecia.
-Buen regalo el del maestro.
Rufo tenía en la frente dos cicatrices azules. Como casi todos los mineros tenían cicatrices azules. Era el tatuaje de la mina, la señal que deja el polvo al incrustrarse en las frecuentes heridas.
-Es la humedad.
-Hoy tienes las cicatrices más azules.
-No, no han sido muchas.
-No han sido muchas veces.
Rufo y Práxedes se habian separado sólo en muy contadas ocasiones. Una vez, cuendo el incendio de la Peña del Cuervo (allá por el diecisiete, cuando murio abrasada Emelinda, la mujer de Tomás Chamzaina). Otra vez, cuando las fiebres de la pequeña Soledad. También cuando las huelgas de septiembre del año once (en toda la Hullera Española del Marques de Comillas), en la huelga de agosto del diecisiete (donde conocio a Melquiades Alvarez y Manuel Llaneza) y en la de octubre del diecinueve (cuando se consiguió del Gobierno Romanones la reducción de la jormada laboral a ocho horas). ... (ver texto completo)
-Claro, mujer, ¿no ha de estarlo?
- ¿Estará bien nuestra hija?
Se adormecía el pueblo arropado entre la niebla. Por las frondas espesas se perdían los restos de las formas de vida que el aire resquebrajaba elevando al cielo trémulos quejidos de hojas. Palpitaba la noche por los caminos, en los bosques, sobre el musgo de los tejados.
-Algo mágico hubo siempre en este callejón nuestro.
Práxedes apretó la mano de Rufo, que estrellaba miradas contra el muro abrupto de la calleja, repleta de fantasmas.
Esas noches de amor, de sentarse juntos frente a la ventana del callejón a interpretar alientos, seguían manteniendo vivos a Rufo Fernandez (primer representante del Sindicato Minero en la mina de San Roque) y a Práxedes Moro (nostálgica de verdades viejas).
-Se humedece el callejón y desprende fragancias que despiertan el deseo de las xanas y la envidia de los duendes y corren por robledales y cascajeras, desde las cumbres al valle, desesperados en busca de amor.
Esas noches de amor, de sentarse juntos frente a la ventana del callejón a interpretar alientos, seguían manteniendo vivos a Rufo Fernandez (primer representante del Sindicato Minero en la mina de San Roque) y a Práxedes Moro (nostálgica de verdades viejas).
Esas noches de amor conseguian ir borrando las muchas amarguras que deparaban los días. Se olvidaba la silicosis que caminaba despacio ahogando ilusiones, los salarios escasos y las infructuosas luchas sindicales, los animales muertos por sabe Dios qué fuerzas extrañas, el barro pegajoso que todo lo invadía irremisiblemente, las fiebres de las niñas, el maldito reuma del espinazo, los compañeros enterrados en la última explosión de grisú y aquellos diluvios interminables que maltrataban los huertos ... (ver texto completo)
-Seguro que no.
-Nadie sabe quererse como lo hacemos nosotros.
Cuando más se complacían era en las noches de lluvia, sobre el colchón de hojas de maíz que crujía, doliente, a cada golpe de amor. Cuando la caricia del orbayu llenaba el callejón de himnos, aquellos dos seres de carbón y niebla prolongaban su unión hasta el infinito y respiraban lluvia, bajo el fútil resplandor de la llama del candil.
En el verano, cuando los ardores de la noche deshacian los aromas de las flores y hervía la sangre bajo la piel sudorosa, hacían el amor sobre la vieja silla de haya.
En las noches de luna, cuando se convertian los serenos burbujeos del arroyo en fuego de plata y diamante, se amaban frente al espejo del armario. Sus cuerpos se encadenaban y se alzaban al cielo como cipreses de camposanto, ansiosos de vida.
Rufo y Práxedes llevaban casi veinte años haciendo el amor con la ventana del callejón entreabierta.
-Hoy no Rufo, hoy no. Esta noche no es nuestra.
-Enda, vamos.