UJUE: RECORDANDO A LOS EMIGRANTES DE UJUÉ....

RECORDANDO A LOS EMIGRANTES DE UJUÉ.

PUBLICADO EN SU DÍA POR DIARIO DE NAVARRA EL 10 -9 - 1992

Medio siglo sin garapiñadas

Celia Ibáñez Jaime, cuya familia emigró a Argentina en 1947 ha vuelto a Ujué tras 45 años.

El 7 de mayo de 1947, minutos antes de partir, Celia se aferró con todas sus fuerzas a uno de los baúles del equipaje familiar e imploró a su padre que por favor le permitiera permanecer un tiempo más en Ujué.
La mayor de tres hermanos Celia, de los Ibáñez Jaime, conocía por su nombre hasta la última piedra del pueblo, cada callejuela, incluso la más inaccesibles, sus sombras, sus empinadas y agónicas cuestas, sus ecos que se extendían por todo el sediento derredor de la Navarra media, cada arruga, cada callo, cada gota del sudor de la posguerra.
El padre, ex-combatiente en la contienda civil y aquejado durante siete años de las terribles fiebres maltas, fue inflexible: soltó a la niña del baúl y cargó con mujer y prole rumbo a la remota Argentina. La fabulosa y rabiosamente peronista Argentina de los últimos cuarenta y primeros cincuenta. Lo que son las cosas, precisamente por aquellos años de hambre y estrechez visitaba España la legendaria Eva Perón. Los españolitos de Sevilla alfombraron de flores las calles de la ciudad para recibir a visitante de tamaño relumbrón, «y nosotros, ¡que nos ibamos, a su país para poder comer!», recuerda hoy la de Ujué entre quejosa y divertida.
7 de mayo de 1947. La familia, Ibáñez Jaime, esto es, el cabeza de familia, la madre (que, ya en los ochenta, aún vive para contarlo) y los tres hijos, de 13, 7 y 3 años, se hacen a la mar en un mastodóntico buque transatlántico que se toma la friolera de 59 días en alcanzar el Río de la Plata. De aquella travesía interminable y de las primeras semanas én Buenos Aires, Celia no guarda más recuerdo que la compañía de unas primas de su misma edad que lograron distraer pasajeramente su melancolía, y una caja de garapiñadas de las Hijas de Melitón Ayesa vacía. Y una estampita con la Morena, la Virgen de Ujué, «para no parar, de rezar nunca». Y la firme y secreta promesa de no olvidar, ni siquiera el acento de su castellano.

Una esperanza.
Lo peor llegó en Bayauca, Bayauca. sí, «con “b” larga e “i griega”», un pueblecito del interior de tan sólo 1.100 habitantes partido con pulcra exactitud, como un peinado a raya o como un ‘certero -hachazo, en dos barrios dispuestos a lo largo de una vía de ferrocarril.
Con Bayauca, nombre que en araucano hace alusión a la yegua, la joven Celia comprendió, en un abrir y cerrar de ojos que la pesadilla argentina se había convertido en una empinadísima realidad de presente.
«Lloré tanto, y tan angustiada... Mi padre tuvo que engañarme. No temas, no desesperes, que será sólo un añito, me decía. ¿Viste? En lugar de uno fueron 45. Fui con 13 y he vuelto con 59. cumplidos exactamente el día que pisé Navarra casi medio siglo después, el 16 de junio de 1992», despliega una memoria prodigiosa.
Está sentada en la cocina de la casa de su prima María. «Se acuerda de todo. Lástima de carrera perdida»; salta esta desde una esquina. Es el penúltimo día de fiestas.
Fuera caen chuzos de punta, y sopla un cierzo que hasta las piedras del castillo han debido abrigarse más de la cuenta para estar tan sólo a primeros de septiembre.
Reynaldo J. Carini, de 63 años, un peronista de los de antes; moja las rosquillas de la prima María en un tazón de manzanilla de la prima María. «Son exquisitas. ¿las probaste? No hay otras como éstas, en serio». Casado con Celia, el 4 de octubre de 1956, sonríe con la felicidad inexplicable de ver a su compañera exultante. «Qué más puede uno desear? Nos fue bien la panadería durante tantos años, los tres hijos nos salieron extrordinaríos, y ahora tenemos la oportunidad de volver a la tierra de Celia», confiesa despúés de casi tres meses de aventura. Nunca antes había salido de su país.
Para cuando la familia Ibáñez Jaime arribó en Bayauca ya vivían allí, y también en la capital, una hermana de la madre y otros parientes próximos. Reynaldo despachaba en un almacén, nombre con el que los argentinos hacen alusión a esa clase de establecimientos donde uno puede encontrar prácticamente de todo, ya sea pan, cemento o piezas de recambio para automóviles. «Me miraste desde el principio», salta ella. «No, fuiste tú. Que decían allá que tenía pintas», responde él ni corto ni perezoso. «La verdad es que era muy guapo. Y sigue siendo. Y, también, muy bueno. Una joya de hombre», concede finalmente Celia. Si aquella jovencita de Ujué es feliz hoy en Argentina, la culpa es toda de Reynaldo. Al año siguiente de casarse, en 1957, el matrimonio ve nacer a Javier, el primogénito, que vive en, la Córdoba argentina y que tramaba desde antiguo el regreso de la pareja a la península. Porque, aunque feliz en su panadería, hecha ya a la vida del otro lado del océano, Celia no dejó un sólo día de dirigir su plegaria a la Morena de Ujué, como ella la llama. Miraba su caja vacía de garapiñadas donde ahora guarda los hilos para la costura, miraba la imagen de la Virgen y decía: « ¿Y vas a permitir que me muera sin volver a verte?» Hace justamente un año, Javier anunció: «Vayan prepárando las maletas, que la fecha del viaje se aproxima». «La verdad; no nos lo tomamos muy en serio. Hasta que un día tuvimos que poner en regla los pasaportes porque nos encontramos con que los billetes estaban ya en curso», hace memoria Reynaldo sin quitar el ojo de las rosquillas.

Sin beso.
Bayauca, Córdoba, Buenos Aires Francfort, Madrid, Pamplona. 16 de junio de 1992. Diez menos diez de la mañana. Celia cumple los 59, y sólo la recepción en el aeropuerto de Noáin le impide «besar el suelo navarro como el Papa».
«Qué significa volver? ¿Para qué vuelve uno? Es difícil de, explicarlo. Como también es difícil describir las sensaciones de ese instante. Son 45 años esperando y recordando. 45 años sin probar una garapiñada. Pero de ese sabor uno no se olvida fácilmente. Que conste que mi prima Maria nos visitó hace cinco años y nos llevó de todo», subraya como tratando de degustar la mejor garapiñada.
«Los cuatro primeros días estuvimos en Pamplona, pero yo no veía el momento de viajar a Ujué. ¿Y no vamos hoy?, preguntaba, casi atosigaba a todo el mundo», cuenta.
Va para tres meses, y todavía la emoción de la llegada permanece intacta.
Celia y Reynaldo entraron en Ujué el día del Corpus; con procesión y todo, y desde entonces no ha habido día en que «los americanos» no hayan sido invitados a una casa o a otra. A pesar del trajín, la mayor de los Ibáñez Jaime ha invertido horas en recorrer todos los rincones del pueblo, y en llamar a cada cosa y a cada persona por su nombre, con ese gusto que da reconocer tanto tiempo después y acertar. Y eso que encontró todo muy mejorado, las casas limpias, la piedra sacada a relucir, todo impecable.
Reynaldo, que habia construido su propia Ujué por las constantes referencias de su mujer, no pudo evitar el asombro. «Esto es extraordinario, ¿no te parece? Nunca hubiera imaginado tanta lindeza, es tan raro, tan diferente a lo que tenemos en nuestro país», asegura.
El ayuntamiento les impuso recientemente un pañuelico rojo con el escudo de la localidad. No hay palabras para agradecer todo lo que han hecho por nosotros. Creo que nos van a extrañar», dicen al unísono. Durante el verano ha habido, tiempo, también, para conocer los Sanfermines, para visitar Madrid. El Escorial, Valladolid y San Sebastián, y hasta para hacer una escapada a la tierra burgalesa donde nació la madre de Reynaldo.

La fecha fatídica es el 29 de septiembre Celia y Reynaldo regresarán entonces a Bayauca, entre otras cosas, con centenares de fotografías y con una cinta de vídeo sobre Ujué que les están preparando. Y con el deseo de que los dos hijos restantes vuelvan a pagarles otro viaje. «A poder ser, antes de 45 años», bromean. Seguro que en el pueblecito argentino la madre de Celia, muy achacadita
ya a sus 83 años, está esperando ya que sus hijos le cuenten.

JAVIER ERREA