Ayer, sería por la fecha y su magia o porque las botellas de vino negro de la tierra en la que estábamos se iban renovando a buen ritmo o, influido por la paz que se olía y respiraba en las semitinieblas del habitáculo habilitado para fumadores empedernidos en la taberna donde nos habíamos refugiado, o por las dos cosas juntas; el Duende y yo, hicimos un exhaustivo repaso de los últimos dimes y diretes y luego, fuimos retrocediendo en el tiempo y el espacio e, incluso, planeamos un rato por sus amados fértiles valles y frondosas montañas.
Decía, que los magos orientales le había dejado en sus albarcas un pequeño saco hecho con fibras de pita, como los que se usaban antes, con su atadura de cierre de boca hecha con dos moños para poder agarrarlo mejor, con denominación de origen y todo, bien tupido con carbón vegetal de encina.
Decía, que cuando él se dedicaba a eso, estuvo una vez a punto de quedar atrapado en la carbonera cuando intentaba taponar una boca abierta por la fuerza infernal que crepitaba bajo la capa de tierra apisonada con la que la había recubierto para que no terminara toda la leña convertida en cenizas inservibles.
El nombre del paraje no lo recordaba, pero que tenía que ser a la fuerza entre Almendral y Barcarrota o entre Salvaleón y Almendral, en un claro entre encinas y alcornoques centenarios.
Podía ser el olor del vino sin aguar o, tal vez, el desprendido por los rústicos materiales con los que está construido el local donde nos hallábamos o el sitio de su emplazamiento, en plena naturaleza también poblada de una espesa vegetación de estos árboles, además de robles, carrascos y hasta castaños. El caso es que estábamos como en casa. Inquietados de rato en rato por los aullidos de una manada de lobos rabiosos que merodeaban por las inmediaciones buscando carne donde hincar sus afilados colmillos. Inquietud que se evaporaba cuando el montañés asomaba de vez en cuando los caños de su superpuesta y soltaba un par de trabucazos al aire para espantar a la jauría.
Fue pasando la mañana y, tras entonar desafinando el Asturies patria querida de rigor, nos refugiamos cada mochuelo en nuestro olivo muy pasado ya el medio día y con la mirada brillando por la ilusión que, sobre todo a mi, me proporcionó verlo lleno de infantes que se peleaban entre sí porque a todos les gustaban más los juguetes y delicadezas que los orientales les había dejado a los otros.
Caí o me derrumbé sobre mi camastro de paja y cerré los ojos un momento hasta hoy al salir el sol,
no sin antes, observar con el rabillo de mis ojos miopes, que la abeja reina estaba subida en lo más alto de la copa indiferente al guirigay y con su tercerola amartillada por si era necesario hacer uso de sus poderes de persuasión.
¡Hala! Los nenes de la buena reputación, a lo vuestro, a pegarle tiros al rojo con vuestra moderna maquinita electrónica, que en eso sí tenéis práctica.
Por autorización:
Salud.
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