SORIA: Inobjetable e irrefutable. Rigor histórico, en suma....

Inobjetable e irrefutable. Rigor histórico, en suma.

TRIBUNA: JAVIER CERCAS La puñetera verdad…
No es cierto que los dos bandos de la Guerra Civil contribuyeran por igual a destruir la democracia. No hubo un bando moralmente bueno y otro malo, pero sí hubo uno políticamente bueno, el que defendió la legalidad.
JAVIER CERCAS 06/06/2010
Es una pena que la discrepancia entre Almudena Grandes y Joaquín Leguina a propósito de un artículo de este último (Enterrar a los muertos, EL PAÍS, 24-5-2010) no haya provocado un debate articulado sino solo un agrio intercambio de acusaciones; también es una pena que la discrepancia radique en un punto sobre el que no hay discrepancia posible, porque hace tiempo que fue zanjado por los historiadores: es imposible equiparar el terror del bando franquista con el terror del bando republicano durante la Guerra Civil, al modo en que lo hace Leguina, porque el segundo duró el tiempo que el Gobierno legítimo tardó en tomar el control de su zona y se practicó sin su aprobación (o al menos sin su aprobación explícita), mientras que el primero duró toda la guerra y fue organizado por las autoridades como parte de una guerra de exterminio; dicho de otro modo: equiparar la España leal con la España rebelde porque en ambas se cometieron crímenes es una aberración similar a equiparar el Estado democrático con ETA porque el Estado democrático creó los GAL. No obstante, hay en el texto de Leguina una analogía aún más inquietante. “ ¿Por qué no aceptamos la verdad de una puñetera vez?”, escribe Leguina, sin duda interpelando a quienes postulan que la nuestra fue una guerra de buenos contra malos. “La inmensa mayoría de la derecha española renegó de la democracia durante la República y, desde luego, durante la guerra… Pero es que la izquierda, en gran parte, hizo lo mismo, tomando la deriva revolucionaria”. La afirmación no es inquietante por lo que dice, sino por lo que presupone: no solo que en los dos bandos se cometieron atrocidades (cosa obviamente cierta), ni que una parte de los republicanos no creía en la democracia (cosa asimismo cierta), sino que los dos bandos contribuyeron por igual a la destrucción de la democracia y que por tanto comparten por igual la responsabilidad política de la guerra. Si esa es la puñetera verdad que Leguina nos pide que aceptemos, yo puedo decirle por qué no la aceptamos: porque es una puñetera mentira. Y además una mentira peligrosa, dado que atañe a un problema esencial de nuestra relación con el pasado reciente y, en esa medida, también al presente.

Inobjetable e irrefutable. Rigor histórico, en suma. 2

Me explicaré contando una historia: la historia del héroe de mi familia. Pónganle ustedes a la palabra héroe todas las comillas que quieran: mi madre, que era una niña cuando todo ocurrió, no le pone ninguna. El protagonista se llama Manuel Mena, era tío carnal de mi madre y pertenecía a una familia católica de pequeños propietarios rurales extremeños. Cuando estalló la guerra, Manuel Mena contaba 16 años. Exaltado por las arengas falangistas, de inmediato intentó alistarse en el ejército de Franco; no lo consiguió, pero en los meses siguientes volvió a intentarlo varias veces. Por fin, al cumplir la edad reglamentaria, pudo incorporarse a filas. Manuel Mena peleó en la Ciudad Universitaria de Madrid y en Teruel, se distinguió por su arrojo en diversos combates, ascendió fulgurantemente, y en octubre de 1938, con apenas 19 años, había alcanzado el grado de alférez. Una mañana de ese mes, cuando estaba a punto de cruzar el Ebro al mando de su unidad, una bala perdida le perforó el estómago; murió el mismo día, mientras lo trasladaban a lomos de un mulo a un hospital de la retaguardia. Siempre que recuerda a Manuel Mena, mi madre lo recuerda de permiso en el pueblo, enfundado en su uniforme blanco de los Tiradores de Ifni, bailando o paseando con sus amigas, aureolado por su prestigio romántico de guerrero, y sobre todo recuerda que, cada vez que partía de nuevo hacia el frente, su madre le despedía entre lágrimas. “Madre, no seas cobarde”, eran siempre las palabras de despedida del soldado. “Si me matan, que nadie te vea llorar”. Y el día en que le llevaron el cadáver de su hijo, la madre de Manuel Mena no lloró; en medio del silencio de la multitud que rodeaba el féretro, solo alcanzó a hacer un débil saludo fascista y a decir con el hilo de voz que le salió de las entrañas: “ ¡Arriba España, hijo mío!”.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
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Esa es la historia, o esa es al menos tal y como la recuerda mi madre. Sea como sea, nadie tiene derecho a poner en duda la integridad moral de Manuel Mena, la generosidad de su idealismo y la pureza de sus intenciones: nadie puede dudar de que fue a la guerra porque, cuando todavía era un chaval, le convencieron de que su familia, su patria y su religión estaban en peligro, y de que merecía la pena morir por ellas; nadie, claro está, excepto ... (ver texto completo)


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