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SORIA: La carrera del erizo....

Ahora que conceptos como machismo y feminismo están en la boca de todos siendo, sin duda, uno de los temas de moda, crisis aparte, por otro lado, y raro es el día que no se alude a ellos en diferentes medios de comunicación, no estaría de más recordar, aun siendo evidente o de Perogrullo, que no son ni simétricos ni antónimos. Machismo, como bien indica la RAE, esa institución injustamente insultada por algunas femis analfabetas, significa ni más ni menos que la actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres. Prepotencia, añadimos, generada estrato a estrato durante milenios. Feminismo, por otra parte, no significaría como contrapartida prepotencia de las mujeres respecto al varón, sino, también según la RAE, doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres, en su primera acepción, y movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres, en su segunda.
Quienes ya no somos jóvenes imberbes, precisamente, nos educamos tanto unos como otras, en una sociedad eminentemente machista. El anecdotario sería tan amplio que, por prolijo, abarcaría muchas páginas de éstas. Tampoco sería razonable, por otra parte, juzgar épocas pasadas desde la óptica actual porque, parodiando a Ortega, fuimos nosotros y nuestras circunstancias. Lo que tampoco justificaría, por una mala entendida tradición y comodidad ventajista, lo de “sostenella y no enmendalla” por parte de los varones, principalmente.
No somos pocos los que de forma callada y anónima llevamos años mentalizándonos en el cambio de roles y actitudes, en el reconocimiento de los valores de la mujer, en reconocer no sólo su igualdad de derechos sino en su superioridad en muchos campos. Ante algunas mujeres, y alguna incluso reconocida en estos foros, a uno no le queda más remedio que descubrirse. Y habremos de seguir usando el cepillo de cerdas duras para irnos arrancando restos de la costra de machismo que todavía llevamos adherida como lapas en nuestra piel, casi, casi, añadiríamos, en nuestro código genético.

He estado buscando en un libro de Arturo Pérez-Reverte, "PATENTE DE CORSO", RECOPILACIÓN DE ARTÍCULOS (1993-1998) uno muy bello, titulado "La carrera del erizo", metáfora del respeto a los animales, y que fue contestado con cartas airadas al autor, tratándolo de machista y tal. Nada de que extrañarse por cuanto algunas colegas de éstas le dieron hace unos años en Vigo un premio calificándolo de "antifeminista, reaccionario y machista" (sic). Con su ironía habitual, y un pelín de sarcasmo, el escritor cartagenero les contestó unas semanas después. Posteriormente, el autor suele designar como "erizas" a todas éstas que con sus paridas hacen un flaco favor al feminismo serio, ése por el que apostamos más de uno, aunque no vayamos presumiendo por ahí, al no tener ningún interés ni legítimo ni bastardo en airearlo. Y es que algunos -y más de algunas- cuando el sabio señala la luna, se quedan mirando el dedo. Hay gente "pa tó", que diría El Gallo.
En los siguientes mensajes se reproducen ambos artículos, por creer que viene a cuento.

La carrera del erizo.

"Era aburridísima, desierta, sin árboles ni bares para espabilarte tomando un café; una de esas, carreteras donde la aguja se queda clavada en los ciento veinte kilómetros por hora mientras entornas los ojos de tedio y sueño. Un paraje perfecto para que uno se quede torrado al volante y o se rompa los cuernos en la primera curva de no ser porque te mantiene en vela el continuo sobresalto de los Bemeuves que pasan zumbando por el carril de tu izquierda, a ciento ochenta o más, dándote las luces cuando adelantas a un camión, como si tuvieran mucha prisa por llegar a su pueblo y retirar a su anciana madre de trabajar en la calle.

Detesto autovías. Es cierto que son más cómodas y seguras; y si no te quedas frito y la palmas conduciendo, llegas antes a donde quieras ir. Pero para quienes, como el arriba firmante viajar fue durante largos años una forma de vida, esa dobles cintas de asfalto y cemento sustituyen con notable ordinariez a aquellas otras carreteras que tenían árboles y paisajes y pueblos a los lados, donde uno podía detenerse a menudo para un refresco o un bocadillo, compartiendo telenovela de las cuatro con el ventero y las moscas, o calzarse un par de cafés de madrugada entre un camionero y una pareja de la Guardia Civil. Ahora la noche no es más que una larga cinta de asfalto iluminada por tus faros, con la oscuridad y el vacío a derecha e izquierda; y si encontrar una venta durante el día ya se hace raro todo son gasolineras con supermercado, máquina de café y vasos de plástico, dar con una abierta más allá de medianoche es como Sofía Mazagatos leyendo el Ulises de James Joyce: posible, pero improbable.

El caso es que iba el arriba firmante, como les contaba, por una de esas carreteras malditas, y de pronto me encontré con el erizo. Ignoro cual es la velocidad de crucero de un erizo adulto, pero les aseguro que aquel cortaba el asfalto de derecha a izquierda a toda leche. Hice un movimiento con el volante, intentando no pasarle por encima, y cuando miré al costado izquierdo vi que el muchacho seguía su afanosa carrera hasta la protección de la cuneta, tiquitiquití, con la misma desesperada rapidez. Por un momento imaginé su punto de vista: a ras del suelo, acojonado, teniendo ante sí la extensión negra del asfalto, equivalente para nosotros a la anchura de un campo de fútbol, una raya blanca en medio y, a intervalos, una especie de truenos violentos y mortíferos que pasan como exhalaciones infernales. Me acordé del conejo Frambueso de La colina de Watership, o de aquel bellísimo poema sobre el despertar de un erizo que escribió en euskera el entrañable Bernardo Atxaga. Habría querido detener el coche y volver atrás para socorrer al bicho en su peligrosa aventura aún le quedaba la carretera del otro lado para estar a salvo, pero no era cuestión de ponerse a maniobrar en la autovía. De modo que seguí adelante, echando un vistazo por el retrovisor hasta que perdí de vista el pequeño y veloz puntito que se la jugaba con un par de huevos, tiquitiquití, a cara o cruz, en vez de quedarse en la cuneta, a salvo.

Que llegues, le deseé. Que alcances el campo al otro lado, pequeño y valiente Erinaceus, allí donde te esperan insectos sabrosos, o lo que diablos comáis los de tu especie; y tal vez también una eriza impresionante, acogedora y tibia, mamífera como tú incluso muy mamífera que se abra de púas y te haga olvidar los sinsabores de la vida y te llene la madriguera de erizitos corajudos como su papi, capaces de cruzar a puro huevo las carreteras que los estúpidos hombres ponemos en vuestro camino. Sin duda ignoras, chaval, que no estás tan solo como crees estar; porque todas las carreteras y todos los rincones de todo el mundo están llenas de otros pequeñajos como tú: anónimos camaradas que corren el mismo albur, quedan despanzurrados o sobreviven, porque no se resignaron a quedarse agazapados viéndolas venir; porque salieron a cazar para su gente, o simplemente a pelear con la vida. Supongo que ahí, en mitad de ese asfalto negro e interminable como la muerte, sudoroso en tu carrera a doble o nada, te sientes miserable y vulnerable. Ojalá supieras que alguien uno de esos hombres estúpidos que cortan árboles y construyen trampas mortales, presenció tu minúscula epopeya, y deseó que llegaras sano y salvo al otro lado. "

Arturo Pérez-Reverte. El Semanal, 7 de diciembre de 1997.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
"La carrera de la eriza"

Pues me van ustedes a disculpar, pero metí la gamba. ¿Se acuerdan de aquel erizo del que les hablé hace unas semanas, el que cruzaba la autovía a toda leche entre los coches, tiquitiquiti, con dos cojones? Bueno, pues no. quiero decir que no era erizo, sino eriza. Descubrimiento que debo a algunas cartas de lectoras femeninamente correctas, interrogandome sobre si desde el coche tuve oportunidad de verle los huevos al bicho.
Debo confesar que no. Sé que debí hacerlo; ... (ver texto completo)