Un viaje que trae la ilusión de otros viajes, los nervios de la víspera que no dejan dormir apenas, los preparativos de la maleta, los consejos de la madre: -que te portes bien, que uses el pañuelo, que te cambies de muda, que hagas caso a los tíos, que te comas lo que te pongan, que…- También la manía de consultar por cualquier motivo el viejo atlas, costumbre que se acrecentaría con el tiempo: Velilla de la Sierra, y después Arancón, y a continuación Aldealpozo, y un poco más allá Valdegeña, y luego Villar del Campo, todos ellos minúsculos lugarejos que empezaban a sentir ya entonces el acecho de la guadaña de la emigración, de la que tampoco yo podría escapar unos años más tarde. En la estación de Ólvega, minera e industrial, se notaba que allí sí bullía la vida, igual que en Ágreda. Fitero, en tierras navarras –otras tierras, otro paisaje- nos trae recuerdos de chocolate, chocolate Francés, meriendas de chocolate, tabletas que guardan el reclamo de cromos coleccionables, como me los trae el zaragozano Ateca o el norteño Irún, o aquel chocolate de Sierra Mágina de la abuela Isabel, que se llamaba Virgen de la Cabeza, onzas cuadradas y gordas que al masticarlas parecían hechas con tierra y producían dentera. Corella, Caparroso, Olite, Tafalla y Biurrún-Campanas…