Antes, subía de la cuadra el rebuzno del burro, la patada de la vaca y su ploff, ploff contra el suelo. Por las rendijas todo era armonía: sonido, olor, casi sabor. Lo arriesgado del asunto era que, a veces, sobre todo por la noche, te tocaba dejar el personal depósito orgánico en comunión con el mundo animal y doméstico. No había grito que superara ese de ¡abuelaaaaa!, cuando la vaca volvía solemnemente la cabeza egregia para comprobar el careto del visitante, -mosca tan rara- mientras rumiaba sin ... (ver texto completo)