Ayer, cada quince minutos entraba y salí en el café Peñalba para verlo morir. Nunca estuvo tan vivo como ayer el café Peñalba, tan querido, tan odiado, tan amplio, tan limpio, tan caro, tan barato. La ciudad quiso despedirse del viejo café de la
calle Uría y se dio cita entorno a las mesas. Cientos de ovetenses comiendo
pasteles, hablando, fumando, murmurando, alguno hasta casi llorando. La agonía del Peñalba fue dulce, tierna. Se murió sin sentir. Se quedó como un pajaríto al filo de las diez de
... (ver texto completo)