A veces, lo más fuerte no es lo que se grita.
Sino lo que se guarda.
Eso lo sabía bien Nilo, un niño de diez años que vivía en un bloque antiguo, donde las paredes escuchaban más de lo que deberían.
En su
casa no había peleas, ni insultos, ni portazos.
Pero tampoco abrazos.
Ni risas.
Ni preguntas.
Era un hogar de silencios gruesos.
De esos que uno traga como si fueran sopa fría.
Nilo había aprendido a no molestar.
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