En un
pueblo de
caminos de tierra y tardes polvorientas, vivía un burro viejo al que todos llamaban Lorenzo. Tenía la piel curtida por el sol y las patas torcidas por los años, pero seguía caminando cada mañana como si tuviera una misión.
No tenía dueño. O, al menos, nadie recordaba que alguien lo reclamara. Simplemente apareció un día en la
plaza, con una cuerda rota colgando del cuello y una mirada que no pedía nada, pero lo decía todo.
—Ese burro es raro —decían los niños—. Se queda quieto mirando
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