En las colinas doradas de Mongolia, donde el viento canta entre las yurtas y el horizonte parece un suspiro, una niña de apenas ocho años —llamada Naraa— vivía con su abuela, cuidando un pequeño rebaño.
Naraa no hablaba. Desde que sus padres murieron en un accidente, no había vuelto a pronunciar una sola palabra. Algunos decían que su silencio era una forma de llorar. Otros, que estaba escuchando cosas que los demás no sabían oír.
Un día, mientras pastoreaba sola en el
valle, encontró a un búfalo
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