La
noche del 24 de diciembre, la
estación de
trenes de Varsovia estaba casi vacía. Solo quedaban unos cuantos viajeros con bufandas apretadas,
relojes que miraban con ansiedad y ojos cansados que solo querían llegar a
casa.
Él estaba en un banco de madera, con una maleta vieja, un abrigo que ya no abrigaba y una mirada perdida entre los anuncios de llegadas y salidas.
Se llamaba Aleksander. Y esa noche no esperaba ningún
tren.
Solo quería estar donde hubiera gente.
Donde las luces no se apagaran
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