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Mensajes enviados por José Mel Z..L.:

-Tacito pede mors venit quia ita Deo placuit.
-No diga eso, señor cura, que el señor pudiera oírle y hacerle caso.
-No se tenia que morir usted nunca, Felicia.
-Sí señor.
-Candidi soles.
-Buenos días don Lubencio.
Don Lubencio San Juan, cura párroco de Peñafonte, entró presuroso en la Ermita, hizo la genuflexión y paso a la sacristia.
Un rayo de sol, frágil y deescaído, se posó sobre el atril deshaciendo la pátina del bronce y despertando esquirlas de polvo arcaico.
María Felicia se acaricio el bocio y lanzó una mirada suplicante a San Roque, que soportaba lánguido, junto a su perro indolente, el paso del tiempo.
-Puede que sea este viento escarión que se está levantando y que todo lo resquebraja, arruga las miradas y provoca figuraciones. También puede ser que se me esté yendo el olfato y confunda el tufillo del azufre con la fragancia de las dedaleras.
Mientras buscaba en los cajones de la sacristía la casulla y la estola adecuadas, parecía barruntar un cierto efluvio de agua de azufre (de esos que vuelven las cosas diáfanas y sin ningún misterio).
La familiaridad de Felicia con la tragedia había hecho que disfrutara de un peculiar olfato para presentirla.
- ¿Sabes lo que te digo, Blandina?, que el Señor, a la hora de repartir, se olvida de los nombres, pero es natural al ser tantos y tan esparcidos.
Estas fueron algunas de las desgracias que María Felicias sobrellevó siempre con cristiana resignación. Ella seguía confiando en la infinita bondad de Dios. Con su amiga Blandina, hermana del cura Lubencio, compartía novcenas y tareas domésticas.
La vieja llevaba muchos años comulgando todos los dias, hecho que no evitó que en su casa se cebara la Huestia. Un hijo de cinco años se le murió de garrotillo, bañado en sudor y con un sofoco patético que hizo perder el conocimiento a los monaguillos del cura Lubencio, que esparcieron por el suelo cirios y santos óleos. A otro hijo, que padecia del mal del aire, se le aplastó el cráneo contra un peñasco, al caerse de un burro, un diecisiete de enero, durante la ofrenda de animales a San Antón. Tambien ... (ver texto completo)
-El agua que corre bajo los nogales o la que sale de las minas de azogue y también, por supuesto, la ingestión en exceso de pan ácimo, provocan bocio. Y esto se sabe desde siempre, querida prima Felicia.
La octogenaria María Felicia, viuda de Belarmino Tablón, tenía un bocio blando e insolente que llavaba con pasmosa ductilidad. El viejo Tomás Chanzaina (truchimán incansable de signos diversos) aseguraba que bocio tan arrogante era consecuencia, sin ninguna duda, de tanta comunión.
-Une sus almas, Señor, a la vez que sus cuerpos, y hazlos, a ellos y a sus hijos, temerosos de ti y de tu santa palabra.
La viuda y beata Maria Felicia era quien se encargaba de arrancar el musgo del pórtico, de reponer el aceite de las lamparillas y de cambiar las flores de los jarrones.
-Une sus almas, Señor, a la vez que sus cuerpos, y hazlos, a ellos y a sus hijos, temerosos de ti y de tu santa palabra.
En la Ermita de San Roque, María Felicia arrastraba los pies por las losas, humédas, frías, engalanando bancos y reclinatorios y llenando los jarrones de rosas y dedaleras.
Por el puente de la Ermita venia, tocando el violín, el sobrino del maestro Conrado, Juan Jacobo Varela Caparina.
Los duendes cavilosos (ventolines, polvorines y remolinos inquietos) estrujaban el gris de las nubes intentando, a toda costa, desarreglar el dia.
El pensamiento de Juan chispeó en el aire. Se sintió alegre. Se sintió bien. No pudo evitar dibujar una sonrisa, que ascendió, poco a poco, hasta provocar los primeros rayos de sol, rompiendo así, por un instante, la paradoja del cielo.
Todos miraron hacia la escalera. Juan tenía la mirada perdida por encima de las higueras del patio.
Roberto Belarmino y Eliseo se rascaban la hoja de higuera mientras Juan bajaba las escaleras. Eliseo era algo poeta y más enclenque que su hermano Belarmo. La partera solía decir que era normal, pues Eliseo habia llegado al mundo algo más tarde que su hermano y menos decidido que él, que salió como un estruendo y dejó a María Gloria sin conocimiento.
A Efrén le gustaba mucho Digna Emerita, sobre todo con el vestido azul que se ponia los domingos.
A Efrén Alonso, que iba para historiador y se quedó en picador en la mina de San Roque, le mandaba recortes de La Gaceta y folletos de propaganda un tío suyo, Iluminado, funcionario en Madrid.
-De eso ya se encargará don Lubencio.
- ¿Inutil? Si ahora la tuviera aquí, en mis manos, podria inmortalizar la boda de Juan y Clara.
-Una semana de jornales para algo tan inutil.
Efrén Alonso exponía a los demas las delicias de un nuevo ingenio fotográfico (una Agfa-Billy de foco fijo) que compraria cuando reuniera sesenta pesetas.
Mientras esperaban a Juan charlaban en el patio con Ceferino, el hijo de la partera Maria Perpetua, patiestevado de nacimiento, y con Efrén Alonso, primogénito del difunto don Porfirio.
Terminó de vestirse y descendió por las escaleras que daban al patio. Allí, sus amigos y los parientes de Úrsula llegados de Casares marcaban el prologo del festejo.
Roberto Belarmino y Eliseo, hijos mellizos de Maria Gloria (la amante inagotable de Laureano Bayón), tenían una mancha en forma de hoja dee higuera en el centro de la frente.
Terminó de vestirse y descendió por las escaleras que daban al patio. Allí, sus amigos y los parientes de Úrsula llegados de Casares marcaban el prologo del festejo.
Juan retornaba, con Clara, al sendero de lo simple.
-Al fin y al cabo las raíces del mundo se hunden constantemente en la tierra para surgir de nuevo, a su antojo, en cualquier otro bosque de niebla.
Juan daba por supuesto (no conocia el motivo) que Dulce Nombre entendería lo de Clara. Dulce Nombre comprenderia que en la vida rara vez se sabe lo que se quiere y que cuando esto ocurre hay que dejarse llevar.
-No hables tanto que hoy es cuarto menguante y se dislocan las palabras por entre las sombras.
- ¿Sabes que me estrujas sin querer los pocos recuerdos que me quedan de la infancia?.
Juan nunca supo muy bien cuál fue el motivo de su decisión, pero tenia la sensación de que ésta había sido correcta. La viuda Dulce Nombre era luna que hacía relucir el rocío de los helechos. Juan quizá tuvo miedo de su silencio, de su pasión desbordante, de su aparente desprecio por el futuro. Él intentó borrarlo de su conciencia, pero aquel amor con Dulce Nombre llegó incluso a soñarlo como incestuoso. No fue capaz de formalizar una situación que aumentaba su desconcierto. Necesitaba a su lado a alguien más débil que él para seguir viviendo. ... (ver texto completo)
-Mira que dicen que cuando una estrella se desplaza deja un horado en el cielo por donde llueven después las desgracias.
-Agotaste todas mis intenciones. No seré ya capaz de subirme en otra estrella.
Ahora, frente al espejo del aparador, disfrutaba de uno de esos momentos. Pensaba en Clara, en sus pensamientos vírgenes, en su dócil mirada verde, en el candor de su cuerpo grácil. Clara era la paz, la verdad, lo que él necesitaba para salir de aquella boira glacial donde el pensamiento no dejaba de morderle el alma. No quería llegar por el placer a la felicidad. El placer era Dulce Nombre, en ella se le agotaban a él todos los pensamientos.
Pero Juan Damasceno, en ciertos agraciados momentos, disfrutaba de una lucidez sublime que producía en él una quietud prodigiosa (como aquella de la que gozan las noches de nieve y luna cuando se detiene el aire y el frío congela las lágrimas del bosque).
Sus deseos se fueron volviendo inciertos y sus miradas iracundas, como ese viento que sacude en el invierno la Peña del Cuervo. Una extraña propensión al desconcierto le pinchaba las entrañas como dientes de agavanzo.
Desde aquel día de nieve se sintió advenedizo en un mundo donde los demás niños bailaban con las estrellas y donde él, a pesar de la buena borona y de los exquisitos cuidados de la afable Úrsula, nunca conseguiría aprender a sonreír sin constreñir engañosamente los músculos de un rostro cada vez más enigmático.
-Qui ita Deo placuit os encomiendo a esta criatura que desde ahora ya es vuestra.
-Se parece a uno de esos húngaros que andan por ahí tocando la balalaica.
Allí esperaban, impacientes, agarrotados los músculos y agazapada la volountad, los que desde entonces y para siempre serían sus padres.
Buenos dias MKarcelino
Un feliz dia te deseo
Un abrazoooooooooo
Hola y buenas tardes.
Victoria y Rosas, que esteis pasando un buen dia y un abrazo.
Dios hace aritmetica.

CARL FRIEDRICH GAUSS.