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MALVA: El primer año que estuve matriculado en Salamanca,...

El primer año que estuve matriculado en Salamanca, compartí piso con el hijo del panadero de Villalba de la Lampreana y con otro chaval de Villaveza del Agua. A los dos, los conocía de vista, de haber estudiado, hasta COU, en la Universidad Laboral de Zamora. El de Villalba, Peláez, era un personaje muy peculiar, extravagante y exagerado, del que recuerdo varias anécdotas. De Iván, el de Villaveza, recuerdo su seriedad, no exenta de picardía y sobre todo, su afán por el estudio.
Al principio del curso, como todos los estudiantes que íbamos de los pueblos, llevábamos de casa lo necesario para hacer cocido tras cocido, porque era lo más barato, lo más cómodo de guisar y lo más rico. Como compartíamos todo, llenábamos bien la olla con lo que pillábamos, sin mirar su procedencia ni denominación de origen, ni siquiera, si era una especie protegida.
Después de comer, yo merodeaba por la cocina, recogiendo el plato, cuando llegó, de las clases matinales, Iván, que se disponía a calentar su ración. Mientras, Peláez arrebañaba, que daba gusto verlo, un tarabanco de espinazo como un templario de grande. Estaba disfrutándolo más que un perro debajo la escalera, dándole una vuelta tras otra y pensando si vendría de Malva o de Villaveza, porque de su pueblo no le sonaba mucho. Para salir de dudas, se le ocurrió preguntar por su procedencia:
- ¿De quién es este hueso?
-De la vecina del quinto, que se murió el otro día, contestó Iván.
-Me cago en D..., ya me jodió el cocido, dijo Peláez tirando el hueso al caldero de la basura con los ojos inyectados en sangre y con los dientes apretados, sin duda, para sujetar la arcada que le venía.
No olvidaré, tampoco, el día en que, harto de que se le arramara la leche al hervirla, (todavía se hervían aquellas bolsas de leche, que llamaban del día), decidió permanecer durante todo el hervor, agarrado al mango del cazo. ¡Con lo pesado que se hace ese rato!. “Hoy no se me marcha”, llevaba escrito en la cara. Yo, mientras, le daba conversación para que no se le hiciera tan largo el rato, hasta que, de repente, le oigo vocear, al tiempo que levantaba el cazo del fuego:
- ¡Ahoooooraaaa!
Tampoco hubo forma, ese día, de salvar la leche. Y encima fue peor porque al levantar el brazo esperrió, además de los fogones, todo el suelo de la cocina.
Yo salía muchas veces de fiesta con él porque, en Salamanca, no se podía uno aguantar en casa mucho tiempo. Jamás ligamos con mujer alguna ni estudiante, ni trabajadora, salvo una noche que aguantaron con nosotros dos muchachas hasta después del desayuno. Lamentablemente, una vez que llenaron la barriga, en vez de subir a casa, nos dijeron que se tenían que ir a “comprar unas cortinas con su madre”. ¡Mejor bobada que cogieron!.
Peláez era muy friolero y como en Salamanca los inviernos son tan duros, se compró un abrigo negro que le llegaba hasta los pies. Más parecía sotana que abrigo de no ser porque tenía muchos menos botones. Se cubría la sesera con una boina, también negra, que llevaba calada hasta las orejas pero como tenía mucho vuelo, le rebosaba por encima de una de ellas. La verdad es que, vestido de aquella guisa, imponía. Sobre todo la noche que, después de andar de farra, volví a casa y al salir del ascensor y encender la luz de la escalera, lo encuentro tumbado encima de dos felpudos, vestido con aquel atuendo y más tieso que una vela. Si en vez de ser yo el que lo ve, es una vecina, la mata del susto. Llegó tan perjudicado que no había sido capaz ni de meter la llave en la puerta, ni de llamar al timbre para que le abrieran, ni nada.
Cuando lo levantamos, entre los compañeros del piso y yo, y lo metimos en casa, se conoce que se espabiló y se vino arriba. De repente, salió de su habitación, con el transistor pegado a la oreja y se dirigió al patio interior, al que daban todas las viviendas del bloque. Asomado por la barandilla, voceaba: “ ¡Vecinas, que os voy a sintonizar!”... Y eran las cuatro de la mañana.
Vivíamos en aquel piso, además de Peláez y yo, Fede, Iván y Luis, el de Belver. Era un piso enorme que tenía cinco habitaciones. A mí me tocó una que tenía dos camas, pero nunca pude utilizar ninguna de las dos porque tenían los alambres de los somieres tan dados de si, que llegabas con los riñones al suelo. Así que cogí los dos colchones, los tiré al suelo, en un rincón y allí dormí todo el año. Con los somieres, puestos uno sobre el otro, como si cerraras un libro, me hice unas estanterías mejores que las del IKEA.
En la primera semana de nuestra estancia en ese piso, se nos atascó el fregadero. Avisamos al dueño, pero por allí no “parecía” fontanero ninguno. Para fregar la loza, nos las apañábamos poniendo un caldero bajo el fregadero y, cuando se llenaba, salíamos a la terraza que daba para el patio interior, y desde allí abríamos la ventana del W. C. y, como la taza quedaba justo enfrente, arrojábamos en ella el agua de fregar, caldero a caldero.
Aquel día le tocaba fregar a Iván. En uno de los trasiegos descritos hacia la taza del W. C., oyó las voces del vecino de enfrente, que acababa de llegar de tomarse sus vinitos y se ve que, al hombre, no le habían sentado muy bien, porque se asomó a la terraza, dando voces, preguntando por el que “sintonizaba a todas las vecinas”. Como nadie salía a contestarle, se cabreaba cada vez más, hasta que terminó tirando una botella de cerveza que tenía en la mano contra la barandilla de nuestra terraza. Iván se quedó blanco como la pared del estallido que pegó. Empago, al pobre Iván, le tocó recoger todos los cristales y la cerveza que quedaron esparramados por la cocina y el pasillo.
Por aquel entonces, Fede andaba saliendo con una muchacha de la que no diré su nombre, sobre todo porque no llegaron a mayores. Sólo diré que el día que cortaron, Fede tiraba por el brazo de ella, hacia a la habitación, mientras ella le rechazaba con una frase, también para los anales:
- ¡Águila, que eres un águila, que sólo vienes aquí cuando tienes hambre!, le decía.
Y no le faltaba razón en cuanto a lo del hambre, sobre todo en aquellos tiempos. Para ejemplo, además de la ya referida historia de la estación de tren, con Miguel, os recordaré otro par de anécdotas de Fede.
Una fue cuando vivíamos en el piso con Peláez y los otros alipendes mencionados. Yo llegaba de la calle a eso de las ocho y media o nueve de la noche con un hambre propia de los veinte años, mal alimentados, que teníamos entonces. Fede había preparado una hermosa tortilla de patatas porque, al día siguiente, tenía que madrugar para ir de excursión a un pueblo a excavar no sé qué piedras y hacer un trabajo de una de las asignaturas de Geografía. Después de guardarla en un armario de la cocina, tapada con un plato hondo de Duralex, puesto boca abajo, sobre otro plato llano en el que reposaba la tortilla, se metió en la cama, feliz y contento, con todo listo para el día siguiente.
Todos sabemos el olor que deja, en una casa, una tortilla recién hecha. Y a mi, entre el hambre que traía y aquel olor tan rico, se me iba haciendo la boca más agua que chupando un polo de dos perras. Como no rebullía nadie en casa, me fui acercando despacio, siguiendo el olor hasta la puerta del armario dónde alguien había guardado tan tentador manjar. Abrí la puerta sin hacer ruido, pero al ir a coger los platos, una de las estrías de los bordes, resbaló y pegó contra la del plato de abajo, haciendo un leve ruidito de nada. A Fede, le debió parecer el bocinazo del papamoscas de la catedral de Burgos porque salió corriendo por el pasillo a’lante:
- ¡Cabrón, deja la tortilla, que es p’a mañana!
Tuvo que dormir con ella debajo de la almohada.
La otra vez, a la que me refería antes, fue cuando pagó la consumición que habíamos tomado en el bar Rufino, del parque de Garrido. Le había dado al camarero un billete de veinte duros y esperaba, no fuera a ser que se le olvidara, la vuelta con tal ansia que no le quitaba ojo. El mozo empezó a soltar las monedas en el plato al tiempo que las contaba, hasta que le llamaron la atención de una de las mesas y dejó de echarlas para contestar a quienes le reclamaban. Fede no veía la hora de guardar la vuelta en el bolso, así que, sin el más mínimo rubor, le dio en la mano al camarero para que terminara de soltarlas y se dejara de bobadas.
Por terminar con las andanzas salmantinas, no quería dejar de mencionar aquellos locales tan famosos, por donde solíamos movernos. Además de “El conejito”, “La barracha” y “El paniagua”, estaban “El bolero”, donde daban una absenta del demonio y “El water”, donde servían los cubatas en tarros de escobillas y los asientos eran auténticas tazas. Al lado de éste, estaba la discoteca “Sargento Pepper’s”, que era un antro sucio y oscuro, con unos asientos corridos de cemento a modo de graderío.
En esos asientos estaban sentados una noche, Luis, el de Belver y Esteban, el Yeyo. Al cabo de un rato, apareció de incógnito Miguel, que se sentó junto a Luis, sin que Esteban se diera cuenta. Entre lo mal que anda de la vista y lo poco que se veía en aquel local, no había manera de que lo conociera.
Por detrás de Luis, Miguel empezó a tocar, disimuladamente, a Esteban. Una vez le tocaba el costado, otra los riñones, bajando, poco a poco, hasta el culo. A pesar de que miraba una y otra vez, Esteban no caía quién era el que le metía mano.
Cuando la cosa fue a mayores y Miguel trató de meterle la mano por dentro del pantalón, se levantó Esteban, harto ya de tanto sobeteo y le dijo a Luis, que había aguantado, a duras penas, la risa:
- ¡Vámonos p’a fuera, que aquí no hay más que putas y maricones!

MORALEJA:
Quod Malva non dat, Salmántica non praestat.

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