MALVA: CRÓNICAS DE UN PUEBLO...

CRÓNICAS DE UN PUEBLO
Sobre lo que nos hace reir Pon es difícil dejar de hablar porque siempre te acuerdas de “aquel día que fue y…” o “cuando le dijo…”, etc, etc. Raro es el sitio que y haya visitado donde no haya soltado alguna parida de la suyas, alguna de sus comparaciones ingeniosas, casi siempre referidas a Malva o a alguno de sus parroquianos.
Será difícil describir tanto la situación en que se produjeron, como el tono o la forma en que las dijo, pero por intentarlo que no quede. Así que voy a tratar de recordar algunas de ellas.
Por ejemplo, cuando vinieron de un viaje a Grecia, en el que Charo, Azu, Miguel y Pon acompañaron a Cari, Herminio (y a mis sobrinos), junto a otros amigos de unos y otros. Nos estuvieron relatando las aventuras y vivencias, muchas ya contadas en el foro, que habían tenido por allí. Iba a decir que como a cualquiera que viaje por ahí, pero es imposible que sean iguales porque la forma de contar las cosas de Pon es inimitable.
A quienes no fuimos a aquel viaje y a los que asistieron también, Pon trataba de convencernos de que sí, muy bien las maravillas que se ven por ahí, pero como el modo de vida que llevamos en España, no lo hay en parte ninguna, sobre todo porque no encuentras dónde comer bien o tomar un sol y sombra a gusto. Por no hablar de lo descuidadas que tienen las cosas en la mayor parte de los sitios:
-“Son un poco trazollas estos griegos, decía Pon. Vas por las calles y hay un descontrol de tráfico de la leche, pero que luego vas de paseo por el puerto y tienen todo el género amontonao o medio tirao por allí. Y limpio, mu limpio todo, pero por cima del pescao andaban unas moscas, dijo, como gaviotas.”
En otra ocasión, anduvo de farra por Toro, con su cuñao Funcor y con Miguel. Seguro que se me olvida alguien, pero pa’l caso es lo mismo. Recorrieron todos los bares que pudieron y cuando no cagaban en la sacristía, lo hacían en el altar mayor, así que no era de extrañar que terminaran por peteneras y hubiera más que palabras.
Sería algún pariente de Paturrino, el de Toro, el caso es que les vino a llamar al orden, una cuadrilla de toresanos cabreaos.
-“ ¡Malo, hoy tenemos títeres!”, decía Miguel, viendo lo que se avecinaba.
No le faltaba razón porque, lo que empezó con voces e insultos, pasó a mayores, en un ¡ay!. Con cuatro empellones fueron escabulléndose de la emboscada pero, para terminar de zafarse de uno de los de Toro, Pon le soltó un mandoble en to la cara y salió corriendo porque perdía el coche línea, creo.
-“ ¡Ven acá, no corras!”, le gritaba el de Toro.
-“ ¡Sí hombre, ahora que te toca sacudir a tí!, le contestó Pon. Ahí voy a volver yo.”
Tampoco se queda manco, cuando tiene que hacerse entender por gestos. Cuando se te encara y pone el hocico picudo, medio guiñando un ojo, es que se le abren a una las carnes. ¡Cómo le eche mano, que se dé por fusilada!.
De intérprete de lengua de signos, seguramente también se ganaría bien la vida. Y si no que le pregunten al romano del quiosco dónde vendían billetes para el transporte público.
Se había estado encargando, tanto de comprarlos como de ticarlos, mi cuñada Cari, en previsión de que se pudiera organizar algún embrollo de dimensiones desconocidas, aunque fácilmente previsibles, dado el pelaje de los transeúntes que montábamos lo mismo en metro, que en tranvía o en autobús.
Pero esa mañana, estaba Cari desayunando, tan ricamente y a Pon y a mí, se nos ocurrió quitarle ese cargo, mientras apuraba el café y el cigarrito. Nos dio todas las monedas, que ya tenía contadas y preparadas, y nos presentamos en el quiosco.
El quiosquero, como no podía ser de otra manera, era tan falto de luces que no había forma de que entendiera nadie.
-“Bon giorno”, dije yo, que pa eso soy el hermano del que vivió dos años en Roma. “Billeti transporti”, le pedí al quiosquero que ni contestaba ni casi nos miraba, siquiera.
-“ ¿Quanti?” preguntó él.
Como ninguno sabíamos decir once en italiano, extendí las dos palmas de las manos abiertas y añadí el dedo índice, despacio, tratando de que al quisquero le diera tiempo a contar los once dedos que yo le mostraba.
El espabilao de él ni se inmutaba, no hacía más que encogerse de hombros, pero no nos daba billete ninguno. Volví a mostrarle otra vez once dedos, pero que si quieres, ni tullía, ni mullía, hasta que Pon me cogió las monedas y se las puso, sin más, encima de los periódicos.
Cuando el quisquero terminó de contarlas, con el dedo, una por una, exclamó:
-“ ¡Undeci!”
-“ ¡Eso, undeci, undeci!” dijimos Pon y yo, más contentos que unas pascuas.
Si es por Pon, estamos allí todavía.

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