CRÓNICAS DE UN PUEBLO
El conductor del autobús que nos llevaba a la escuela de Belver se llamaba Luciano y vivía, para desgracia de sus paisanos, en Cañizo. Como empezaba allí a recoger chiguitos, los pobres cañizanos siempre iban en el primer viaje, el más madrugador.
Luego pasaba, un mes por Aspariegos, Pobladura y Castronuevo y otro mes por Bustillo y Malva, para no hacer madrugar siempre a los muchachos de los mismos pueblos. Entonces, no cogía la trocha de César, entre Bustillo y Belver porque ni siquiera estaba asfaltada. Fue gracias al trajín de César que, en la Diputación cayeron en la cuenta de que, o asfaltaban aquel trozo o el caldo de las cenas de Los Zachos se arramaría de mala manera.
El caso es que un mes si y otro no, nos veíamos obligados a espera a los del segundo viaje bien fuera en el gimnasio, si hacía frío o en el patio en tiempo bueno. De cualquier manera, había rincones estratégicamente colocados donde nos sentábamos los muchachos, mientras las muchachas se paseaban por nuestras cercanías esperando que alguno de nosotros las pilláramos y las echáramos encimo nuestro y así meterles, una miaja, mano. Me gustaría que, sobre esto, hablara alguna de las protagonistas, para que este relato no pareciera un episodio más de machismo. Enteraos estábamos nosotros de lo que era el machismo, el cariño y el frote, como decía Tanis. Si lo único que veíamos eran unas muchachicas en las que empezaban a mostrarse incipientes unos bulticos en el pecho y había que ver qué era aquello. Así que no me hagáis hablar más que si no me desvío del tema.
Años más tarde, cuando han dado en salir trapos sucios, Pon ha puesto sobre la mesa algún que otro amorío surgido de la escuela. No debieron cuajar aunque no sé yo si por culpa de los novios, que no eran otros que Poli y Chema, o por el mote que tenían las supuestas novias: La Chicharra y La Forriñosa. Me quiero yo reír si Dulcinea tuvo su cruz en llamarse Aldonza, ¿cuál sería la cruz de estas dos muchachas?. Claro que tampoco tendría de qué presumir la que llamaban Mariburra, en Toro.
En el patio del colegio, bajo la vigilancia del señor Eloy, el conserje de la goma de butano, jugábamos a “A la una anda la mula”, a las canicas, a arrmiar el duro a la pared, andábamos a la gadilla,... ¡uy perdón, que me vuelvo a desviar!.
- ¡Eh, bájate de ahí cabrón! decía el señor Eloy, con la goma de butano en la mano, amenazando a algún muchacho que trataba de asomarse por encima de la pared del servicio de las muchachas, para pillar a alguna meando. ¡Cómo te eche mano...!, terminaba refunfuñando.
Eso sí, cuando abría la puerta del patio que daba para una tierra que había entre el colegio y el río, mangábamos unas carteras y unos abrigos o jerseys, y enseguida preparábamos unas porterías. Normalmente jugábamos Malva y Bustillo juntos contra los otros pueblos. Recuerdo que eran mis compañeros de equipo Vicente, clavao a Del Bosque y no sólo por el nombre, Ángel Mari, clavao a Rubén Cano, Alfredo, Javi la Parra, Javi el de Don Carlos, etc.
Jugábamos con un balón de un plástico más duro que las balas. Apenas botaba porque le faltaba presión, pero cuando te daba en cualquier parte del cuerpo, te entraba un escozor del quince, seguido de un enrojecimiento de la zona afectada que te tenías que arrascar por fuerza.
Estábamos picados y bien picados, pero no contra los del equipo contrario, a los que ganábamos habitualmente, sino entre Ángel Mari y yo. Terminó metiendo más de cien goles y yo me quedé en alguno menos. Por entonces yo tenía tal vicio con el fútbol, que en cuanto me dejaba el autobús en la plaza, iba corriendo a casa, dejaba la cartera detrás de la cochera, mangaba la bici y me iba, a to meter, hasta Bustillo. Cuando llegaba a la plaza, estaban bajándose los bustillejos. Me iba a casa de Bernardino a ver cómo hacía los deberes y, como a él no le gustaba el fútbol, me marchaba a una era dónde me daban a Jesús Ángel, de portero, y entre cinco o seis muchachos me ganaban todos los días, como querían. El tal Jesús Ángel era un chaval mu majo al que yo fiaba, porque era un par de años menor que yo, que tenía unidos los dedos anular y corazón, hasta la primera falange, de ambas manos. Tenía una gran ventaja para jugar a aquello de “pito, pito, pito, pito, ras, pito, ras, pito, pito, pito, pito”, porque se podía saltar un pito y no te enterabas.
Una vez que llegó a oídos de Javi el de Don Carlos, que me ganaban todas las tardes, empezó a venir conmigo y se acabaron los abusos. No volvieron a ganar de manera ninguna, ni siquiera convenciendo a Jesús Ángel de que no jugara con nosotros, que éramos los forasteros.
Según íbamos haciéndonos más grandes, avanzábamos puestos hacia los asientos de delante, de manera que terminamos ocupándolos Vicente, Bernardino, Ludi y yo, que no era muy grande, pero me llevaba muy bien con los otros tres.
Más de una vez, y de dos, se tuvo que levantar Luciano a dar un par de cates a los más guerreros, que no callaban de manera ninguna. Por supuesto paraba al autobús, aunque fuera en mitad de la carretera. ¡Menudo era!
Como comíamos en el colegio, no tardamos en apuntarnos algunos a servir las mesas. Si andas cerca del género, tarde o temprano vianes a sacarle algún provecho. En la cocina trabajaba una hermana de Bienvenido, que siempre tenía algún detalle con los de Malva. Entre la cocina y el comedor que teníamos que servir, había un ofice (o como se diga) donde parábamos a atiborrarnos de las cosas que más nos gustaban. Me acuerdo que a mí me encantaban los filetes rusos, que eran fáciles de llevar a la boca sin necesidad de cubiertos y encima no se notaba que te lo estabas comiendo. Porque, claro, andaba vigilando Don Carlos y si te veía comer antes de que te llegara el turno de sentarte, por menos de nada te arreaba un gaznatazo que te aviaba.
Cuando terminaban de comer los compañeros nos sentábamos los que les habíamos servido y, en otra mesa cerca, lo hacían los maestros: Don Carlos, Doña Eva… Creo que se quedaba hasta Don Sérvulo a pesar de vivir en Belver, pero no me acuerdo mucho.
--- o0o ---
El conductor del autobús que nos llevaba a la escuela de Belver se llamaba Luciano y vivía, para desgracia de sus paisanos, en Cañizo. Como empezaba allí a recoger chiguitos, los pobres cañizanos siempre iban en el primer viaje, el más madrugador.
Luego pasaba, un mes por Aspariegos, Pobladura y Castronuevo y otro mes por Bustillo y Malva, para no hacer madrugar siempre a los muchachos de los mismos pueblos. Entonces, no cogía la trocha de César, entre Bustillo y Belver porque ni siquiera estaba asfaltada. Fue gracias al trajín de César que, en la Diputación cayeron en la cuenta de que, o asfaltaban aquel trozo o el caldo de las cenas de Los Zachos se arramaría de mala manera.
El caso es que un mes si y otro no, nos veíamos obligados a espera a los del segundo viaje bien fuera en el gimnasio, si hacía frío o en el patio en tiempo bueno. De cualquier manera, había rincones estratégicamente colocados donde nos sentábamos los muchachos, mientras las muchachas se paseaban por nuestras cercanías esperando que alguno de nosotros las pilláramos y las echáramos encimo nuestro y así meterles, una miaja, mano. Me gustaría que, sobre esto, hablara alguna de las protagonistas, para que este relato no pareciera un episodio más de machismo. Enteraos estábamos nosotros de lo que era el machismo, el cariño y el frote, como decía Tanis. Si lo único que veíamos eran unas muchachicas en las que empezaban a mostrarse incipientes unos bulticos en el pecho y había que ver qué era aquello. Así que no me hagáis hablar más que si no me desvío del tema.
Años más tarde, cuando han dado en salir trapos sucios, Pon ha puesto sobre la mesa algún que otro amorío surgido de la escuela. No debieron cuajar aunque no sé yo si por culpa de los novios, que no eran otros que Poli y Chema, o por el mote que tenían las supuestas novias: La Chicharra y La Forriñosa. Me quiero yo reír si Dulcinea tuvo su cruz en llamarse Aldonza, ¿cuál sería la cruz de estas dos muchachas?. Claro que tampoco tendría de qué presumir la que llamaban Mariburra, en Toro.
En el patio del colegio, bajo la vigilancia del señor Eloy, el conserje de la goma de butano, jugábamos a “A la una anda la mula”, a las canicas, a arrmiar el duro a la pared, andábamos a la gadilla,... ¡uy perdón, que me vuelvo a desviar!.
- ¡Eh, bájate de ahí cabrón! decía el señor Eloy, con la goma de butano en la mano, amenazando a algún muchacho que trataba de asomarse por encima de la pared del servicio de las muchachas, para pillar a alguna meando. ¡Cómo te eche mano...!, terminaba refunfuñando.
Eso sí, cuando abría la puerta del patio que daba para una tierra que había entre el colegio y el río, mangábamos unas carteras y unos abrigos o jerseys, y enseguida preparábamos unas porterías. Normalmente jugábamos Malva y Bustillo juntos contra los otros pueblos. Recuerdo que eran mis compañeros de equipo Vicente, clavao a Del Bosque y no sólo por el nombre, Ángel Mari, clavao a Rubén Cano, Alfredo, Javi la Parra, Javi el de Don Carlos, etc.
Jugábamos con un balón de un plástico más duro que las balas. Apenas botaba porque le faltaba presión, pero cuando te daba en cualquier parte del cuerpo, te entraba un escozor del quince, seguido de un enrojecimiento de la zona afectada que te tenías que arrascar por fuerza.
Estábamos picados y bien picados, pero no contra los del equipo contrario, a los que ganábamos habitualmente, sino entre Ángel Mari y yo. Terminó metiendo más de cien goles y yo me quedé en alguno menos. Por entonces yo tenía tal vicio con el fútbol, que en cuanto me dejaba el autobús en la plaza, iba corriendo a casa, dejaba la cartera detrás de la cochera, mangaba la bici y me iba, a to meter, hasta Bustillo. Cuando llegaba a la plaza, estaban bajándose los bustillejos. Me iba a casa de Bernardino a ver cómo hacía los deberes y, como a él no le gustaba el fútbol, me marchaba a una era dónde me daban a Jesús Ángel, de portero, y entre cinco o seis muchachos me ganaban todos los días, como querían. El tal Jesús Ángel era un chaval mu majo al que yo fiaba, porque era un par de años menor que yo, que tenía unidos los dedos anular y corazón, hasta la primera falange, de ambas manos. Tenía una gran ventaja para jugar a aquello de “pito, pito, pito, pito, ras, pito, ras, pito, pito, pito, pito”, porque se podía saltar un pito y no te enterabas.
Una vez que llegó a oídos de Javi el de Don Carlos, que me ganaban todas las tardes, empezó a venir conmigo y se acabaron los abusos. No volvieron a ganar de manera ninguna, ni siquiera convenciendo a Jesús Ángel de que no jugara con nosotros, que éramos los forasteros.
Según íbamos haciéndonos más grandes, avanzábamos puestos hacia los asientos de delante, de manera que terminamos ocupándolos Vicente, Bernardino, Ludi y yo, que no era muy grande, pero me llevaba muy bien con los otros tres.
Más de una vez, y de dos, se tuvo que levantar Luciano a dar un par de cates a los más guerreros, que no callaban de manera ninguna. Por supuesto paraba al autobús, aunque fuera en mitad de la carretera. ¡Menudo era!
Como comíamos en el colegio, no tardamos en apuntarnos algunos a servir las mesas. Si andas cerca del género, tarde o temprano vianes a sacarle algún provecho. En la cocina trabajaba una hermana de Bienvenido, que siempre tenía algún detalle con los de Malva. Entre la cocina y el comedor que teníamos que servir, había un ofice (o como se diga) donde parábamos a atiborrarnos de las cosas que más nos gustaban. Me acuerdo que a mí me encantaban los filetes rusos, que eran fáciles de llevar a la boca sin necesidad de cubiertos y encima no se notaba que te lo estabas comiendo. Porque, claro, andaba vigilando Don Carlos y si te veía comer antes de que te llegara el turno de sentarte, por menos de nada te arreaba un gaznatazo que te aviaba.
Cuando terminaban de comer los compañeros nos sentábamos los que les habíamos servido y, en otra mesa cerca, lo hacían los maestros: Don Carlos, Doña Eva… Creo que se quedaba hasta Don Sérvulo a pesar de vivir en Belver, pero no me acuerdo mucho.
--- o0o ---
Mensaje
Me gusta
No