Tachuela 66
Después de la fiesta (Heli)
Después de la fiesta del año 1980, en los últimos y melancólicos días de septiembre, se avecindaba la marcha del pueblo a los lugares dónde cada uno de nosotros estábamos matriculados: Miguel en Madrid, Fede en Zamora y yo en Salamanca. Una tarde estaba tomando una cerveza con nosotros en el bar de Gúmer, un tal Pedro Luis, de Aspariegos, que estaba matriculado de veterinaria, en León y que disponía de un lujo, por aquel entonces. Un R-8.
Tomando aquella cerveza, charlábamos de lo que iba a ser mi primer año en la Universidad (para ellos ya era el segundo), de lo bonito que era Salamanca y las juergas que se corrían allí los estudiantes. A mí, cada vez me entraban más ganas de ir, sobre todo, cuando Pedro Luis se ofreció a llevarnos con su coche. El plan era el siguiente:
Recogeríamos a Fede, en el piso que tenía alquilado en Zamora, llevaríamos mi maleta al mío en Salamanca y allí mismo facturaríamos las maletas de Miguel con destino Madrid, para así quedar libres de pesos y poder andar a nuestras anchas.
Del paso por el piso de Fede, en Zamora, todavía tengo los pelos de punta. Eran los primeros días del curso y ya estaban cenando lechugas mangadas en las huertas cercanas al Ramiro Ledesma y alguna lata sustraída del Sándalo. Nos ofreció algo de cena que, como no podía de otro modo, consistió en un par de huevos fritos en la poca grasa que soltó un cacho de tocino de segunda mano que guardaban en el frigorífico.
De noche llegamos a Salamanca, facturamos los bultos de Miguel y dejamos mi maleta en un piso, en la calle Alfonso IX. Sin deshacerla, ni nada, bajamos a tomar algo al bar Diamante, dónde ponían un morro rebozado que llenaba bien de grasa tanto el verrugo como los hocicos, de manera que hubo que echar mano de las correspondientes servilletas. En una de ellas, de las que quedaban sin usar, claro está, firmamos un compromiso de acompañar a Pedro Luis, de vuelta a León, donde nos enseñaría el ambiente de la ciudad y nos presentaría unos cuantos amigos que, esos si, seguro que tenían los frigoríficos con algo más de comida que los nuestros.
De manera que, tras pasar la primera noche en Salamanca, relamiéndonos por todo lo que podíamos “estudiar” allí, nos encaminamos a León. Guiados por Pedro Luis, conocimos el famoso barrio del Húmedo, dónde dimos buena cuenta de toda la cerveza que pudimos, a palo seco, sin pincho ni nada. Era mejor gastar el dinero en cerveza o en vino, que ya llenaríamos la tripa con las prometidas excelencias de los frigoríficos de los amigos de Pedro Luis.
¡Segunda noche de “estudios” al cinto!. Al día siguiente acompañamos a Fede, que subió en un autobús plateado de la empresa Fernández, con destino a Zamora, mientras Miguel y yo nos planteábamos la forma de hacer lo propio. Acordamos ir a dedo, pero en lugar de hacerlo cada uno para un lado, decidió acompañarme a Salamanca y desde allí, saldría para Madrid como pudiera.
Al cabo de un rato nos paró Carlos Alberto, un camionero de nacionalidad portuguesa, casado con una de Benavente, a un paso de León. Vestía muy discretamente, sin nada que destacara sobremanera, salvo unas gafas de montura negra, muy típicas en el país vecino. La conversación giraba en torno a lo bien que se vivía en España, sin tener los papeles completamente en regla, pero con su exquisito comportamiento, maldita la falta que le hacían.
Llegando a Benavente, nos pidió que le esperáramos en un bar que había en el cruce, pues tenía que acercarse a casa, a darse una ducha, coger algo para el viaje y darle el suyo a la mujer, nos imaginamos nosotros. Vimos todo el partido que la selección española empató a cero goles con la de Alemania Democrática y cuando daban la repetición de las jugadas, Carlos Alberto se presentó a recogernos como un calcetín dado la vuelta: lentillas, camiseta ajustada al pecho, pelo algo más revuelto,.. Era otro.
Y lo comprobamos según íbamos pasando por los bares y otros establecimientos “rameros”, digo del ramo.
En aquel bar de allí, nos contaba, una noche casi salgo a navajazos, en el otro de más allá, a uno le calentamos entre otro y yo, en ese puticlub no puedo entrar porque tengo abierta una cuenta y ya no me fían, etc., etc.
De manera que lo que hasta Benavente era un auténtico peroro, se convirtió, de repente, en un balarrasa de cuidado.
Tanto a Carlos Alberto como a nosotros, nos iba entrando una euforia que no temblábamos.
- ¿Cómo va a ir, este hombre, solo hasta Huelva? ¿Y si vamos contigo?
- No hacías mejor cosa, nos decía, os ganáis unos durillos cargando y descargando el camión, y luego os subo, a uno hasta Madrid y a otro hasta Salamanca.
- Venga, tira hasta Huelva, pero déjame que llame a la consigna de la estación de Auto-res, no sea que, por no ir a recogerlas, se deshagan de las maletas que facturé
Iba cayendo la noche, al tiempo que nos acercábamos a Salamanca, cuando se le ocurrió otra brillante idea:
- Os voy a llevar a que conozcáis el pueblo dónde yo estuve trabajando varios meses con una máquina. Ya verás qué vinos más ricos nos tomamos en Villamayor.
Pero Carlos, que tenemos poco dinero y cómo lo gastemos luego, no llegamos a Béjar.
Vosotros no os preocupéis que allí nos invitan. Decid que sois primos míos, por parte de la mujer, porque a mí se me nota el acento portugués, y ya está.
Dicho y hecho. Al poco rato, en una plaza de Villamayor un camión de noventa y seis ruedas, por lo menos, maniobra espectacularmente: Brooooom, broooom, pssssss, psssss. Más chulos que un 88, bajamos Miguel y yo de aquel camión que nos parecía descomunal y nos disponíamos a lo nuestro. ¡Leña con el vino!.
- ¡Venga, ponle un vino a estos primos míos, y a mí dame otro! ¡Que no decaiga!
- A los tres o cuatro bares, ya barruntaba Miguel lo que terminó pasando:
- Yo lo que tengo miedo, decía, es que se nos enjarrille.
- Pues, a este paso, no lo dudes.
- ¡Echa otro vino y calla
Ya no sabíamos si era el vino que habíamos bebido nosotros o el que habían bebido ellos, pero el caso es que delante de nosotros, y de todos los clientes del bar, se ponen dos viejos de más de setenta años a meterse mano entre las fajas que llevaban, intentando sacarse el pito. Viendo aquel número estaba claro que nuestro “primo” no llegaba a pájaros nuevos.
Como, en aquellos tiempos no existía control alguno de cogorcemia, porque aquello ya pasaba de alcoholemia, arrancamos con idea de descubrir América, aunque antes tuviéramos que descargar algún camión en el monasterio de la Rábida o por allí cerca. A los pocos kilómetros, de pasar Salamanca, al primo Carlos Alberto le iba atacando el sueño, un poco por el vino y otro poco porque eran las tres de la mañana. En cuanto vio una gasolinera, que a esa hora estaba cerrada, paró a echar una cabezadita ligera en previsión de males mayores, pidiéndonos que le llamáramos a las cuatro para seguir el camino.
Al principio se apoyó en mismo volante, dejándome a mí el asiento del copiloto y a Miguel la cama que había en la cabina. Tras un par de espantos tratando de coger la postura, dio un brinco hacia la cama donde yacía (y roncaba Miguel) porque para eso era su camión. Se colocó, lógicamente, detrás de Miguel, que, con mucho sigilo, consiguió, escabullirse, sin mácula, de los brazos que le rodeaban inocente, pero sospechosamente.
Así que, uno en cada asiento del camión, velábamos el sueño del primo, en medio de la nada, porque no he advertido que había niebla, pero que, aunque no la hubiera, no había luz ninguna, ni referencia que nos indicara dónde coño estábamos, hasta que:
- ¡Chacho! ¡Carlos! ¡Que son las cuatro!
- ¡Cómo si son las catorce! Nos contestó desde la cama.
- ¡Esta si que es gorda!. Y ahora, ¿qué hacemos?
- Vamos a echar un cigarro ahí fuera y ya veremos...
Viendo que lo de Carlos era algo más que una ligera cabezada, caímos que en la cuenta que, o salíamos enseguida o cuando llegáramos a América, ya estaría descubierta. De manera que nos bajamos de la burra y, casi palpando, encontramos las rayas pintadas en la carretera. Decidimos seguirla hasta ver dónde nos llevaba, hasta que a uno 600 m. vimos una luz que nos pareció la estrella de los Reyes Magos. Resultó ser la estación del tren de La Maya, un pueblo a 40 km. de Salamanca, en dirección a ¡América! Dónde todavía nos esperan, porque el primer tren que pasó por aquella, a eso de las nueve de la mañana, iba para Salamanca, que si no....
Continuará.
Salud
Después de la fiesta (Heli)
Después de la fiesta del año 1980, en los últimos y melancólicos días de septiembre, se avecindaba la marcha del pueblo a los lugares dónde cada uno de nosotros estábamos matriculados: Miguel en Madrid, Fede en Zamora y yo en Salamanca. Una tarde estaba tomando una cerveza con nosotros en el bar de Gúmer, un tal Pedro Luis, de Aspariegos, que estaba matriculado de veterinaria, en León y que disponía de un lujo, por aquel entonces. Un R-8.
Tomando aquella cerveza, charlábamos de lo que iba a ser mi primer año en la Universidad (para ellos ya era el segundo), de lo bonito que era Salamanca y las juergas que se corrían allí los estudiantes. A mí, cada vez me entraban más ganas de ir, sobre todo, cuando Pedro Luis se ofreció a llevarnos con su coche. El plan era el siguiente:
Recogeríamos a Fede, en el piso que tenía alquilado en Zamora, llevaríamos mi maleta al mío en Salamanca y allí mismo facturaríamos las maletas de Miguel con destino Madrid, para así quedar libres de pesos y poder andar a nuestras anchas.
Del paso por el piso de Fede, en Zamora, todavía tengo los pelos de punta. Eran los primeros días del curso y ya estaban cenando lechugas mangadas en las huertas cercanas al Ramiro Ledesma y alguna lata sustraída del Sándalo. Nos ofreció algo de cena que, como no podía de otro modo, consistió en un par de huevos fritos en la poca grasa que soltó un cacho de tocino de segunda mano que guardaban en el frigorífico.
De noche llegamos a Salamanca, facturamos los bultos de Miguel y dejamos mi maleta en un piso, en la calle Alfonso IX. Sin deshacerla, ni nada, bajamos a tomar algo al bar Diamante, dónde ponían un morro rebozado que llenaba bien de grasa tanto el verrugo como los hocicos, de manera que hubo que echar mano de las correspondientes servilletas. En una de ellas, de las que quedaban sin usar, claro está, firmamos un compromiso de acompañar a Pedro Luis, de vuelta a León, donde nos enseñaría el ambiente de la ciudad y nos presentaría unos cuantos amigos que, esos si, seguro que tenían los frigoríficos con algo más de comida que los nuestros.
De manera que, tras pasar la primera noche en Salamanca, relamiéndonos por todo lo que podíamos “estudiar” allí, nos encaminamos a León. Guiados por Pedro Luis, conocimos el famoso barrio del Húmedo, dónde dimos buena cuenta de toda la cerveza que pudimos, a palo seco, sin pincho ni nada. Era mejor gastar el dinero en cerveza o en vino, que ya llenaríamos la tripa con las prometidas excelencias de los frigoríficos de los amigos de Pedro Luis.
¡Segunda noche de “estudios” al cinto!. Al día siguiente acompañamos a Fede, que subió en un autobús plateado de la empresa Fernández, con destino a Zamora, mientras Miguel y yo nos planteábamos la forma de hacer lo propio. Acordamos ir a dedo, pero en lugar de hacerlo cada uno para un lado, decidió acompañarme a Salamanca y desde allí, saldría para Madrid como pudiera.
Al cabo de un rato nos paró Carlos Alberto, un camionero de nacionalidad portuguesa, casado con una de Benavente, a un paso de León. Vestía muy discretamente, sin nada que destacara sobremanera, salvo unas gafas de montura negra, muy típicas en el país vecino. La conversación giraba en torno a lo bien que se vivía en España, sin tener los papeles completamente en regla, pero con su exquisito comportamiento, maldita la falta que le hacían.
Llegando a Benavente, nos pidió que le esperáramos en un bar que había en el cruce, pues tenía que acercarse a casa, a darse una ducha, coger algo para el viaje y darle el suyo a la mujer, nos imaginamos nosotros. Vimos todo el partido que la selección española empató a cero goles con la de Alemania Democrática y cuando daban la repetición de las jugadas, Carlos Alberto se presentó a recogernos como un calcetín dado la vuelta: lentillas, camiseta ajustada al pecho, pelo algo más revuelto,.. Era otro.
Y lo comprobamos según íbamos pasando por los bares y otros establecimientos “rameros”, digo del ramo.
En aquel bar de allí, nos contaba, una noche casi salgo a navajazos, en el otro de más allá, a uno le calentamos entre otro y yo, en ese puticlub no puedo entrar porque tengo abierta una cuenta y ya no me fían, etc., etc.
De manera que lo que hasta Benavente era un auténtico peroro, se convirtió, de repente, en un balarrasa de cuidado.
Tanto a Carlos Alberto como a nosotros, nos iba entrando una euforia que no temblábamos.
- ¿Cómo va a ir, este hombre, solo hasta Huelva? ¿Y si vamos contigo?
- No hacías mejor cosa, nos decía, os ganáis unos durillos cargando y descargando el camión, y luego os subo, a uno hasta Madrid y a otro hasta Salamanca.
- Venga, tira hasta Huelva, pero déjame que llame a la consigna de la estación de Auto-res, no sea que, por no ir a recogerlas, se deshagan de las maletas que facturé
Iba cayendo la noche, al tiempo que nos acercábamos a Salamanca, cuando se le ocurrió otra brillante idea:
- Os voy a llevar a que conozcáis el pueblo dónde yo estuve trabajando varios meses con una máquina. Ya verás qué vinos más ricos nos tomamos en Villamayor.
Pero Carlos, que tenemos poco dinero y cómo lo gastemos luego, no llegamos a Béjar.
Vosotros no os preocupéis que allí nos invitan. Decid que sois primos míos, por parte de la mujer, porque a mí se me nota el acento portugués, y ya está.
Dicho y hecho. Al poco rato, en una plaza de Villamayor un camión de noventa y seis ruedas, por lo menos, maniobra espectacularmente: Brooooom, broooom, pssssss, psssss. Más chulos que un 88, bajamos Miguel y yo de aquel camión que nos parecía descomunal y nos disponíamos a lo nuestro. ¡Leña con el vino!.
- ¡Venga, ponle un vino a estos primos míos, y a mí dame otro! ¡Que no decaiga!
- A los tres o cuatro bares, ya barruntaba Miguel lo que terminó pasando:
- Yo lo que tengo miedo, decía, es que se nos enjarrille.
- Pues, a este paso, no lo dudes.
- ¡Echa otro vino y calla
Ya no sabíamos si era el vino que habíamos bebido nosotros o el que habían bebido ellos, pero el caso es que delante de nosotros, y de todos los clientes del bar, se ponen dos viejos de más de setenta años a meterse mano entre las fajas que llevaban, intentando sacarse el pito. Viendo aquel número estaba claro que nuestro “primo” no llegaba a pájaros nuevos.
Como, en aquellos tiempos no existía control alguno de cogorcemia, porque aquello ya pasaba de alcoholemia, arrancamos con idea de descubrir América, aunque antes tuviéramos que descargar algún camión en el monasterio de la Rábida o por allí cerca. A los pocos kilómetros, de pasar Salamanca, al primo Carlos Alberto le iba atacando el sueño, un poco por el vino y otro poco porque eran las tres de la mañana. En cuanto vio una gasolinera, que a esa hora estaba cerrada, paró a echar una cabezadita ligera en previsión de males mayores, pidiéndonos que le llamáramos a las cuatro para seguir el camino.
Al principio se apoyó en mismo volante, dejándome a mí el asiento del copiloto y a Miguel la cama que había en la cabina. Tras un par de espantos tratando de coger la postura, dio un brinco hacia la cama donde yacía (y roncaba Miguel) porque para eso era su camión. Se colocó, lógicamente, detrás de Miguel, que, con mucho sigilo, consiguió, escabullirse, sin mácula, de los brazos que le rodeaban inocente, pero sospechosamente.
Así que, uno en cada asiento del camión, velábamos el sueño del primo, en medio de la nada, porque no he advertido que había niebla, pero que, aunque no la hubiera, no había luz ninguna, ni referencia que nos indicara dónde coño estábamos, hasta que:
- ¡Chacho! ¡Carlos! ¡Que son las cuatro!
- ¡Cómo si son las catorce! Nos contestó desde la cama.
- ¡Esta si que es gorda!. Y ahora, ¿qué hacemos?
- Vamos a echar un cigarro ahí fuera y ya veremos...
Viendo que lo de Carlos era algo más que una ligera cabezada, caímos que en la cuenta que, o salíamos enseguida o cuando llegáramos a América, ya estaría descubierta. De manera que nos bajamos de la burra y, casi palpando, encontramos las rayas pintadas en la carretera. Decidimos seguirla hasta ver dónde nos llevaba, hasta que a uno 600 m. vimos una luz que nos pareció la estrella de los Reyes Magos. Resultó ser la estación del tren de La Maya, un pueblo a 40 km. de Salamanca, en dirección a ¡América! Dónde todavía nos esperan, porque el primer tren que pasó por aquella, a eso de las nueve de la mañana, iba para Salamanca, que si no....
Continuará.
Salud