Tan sólo unas décadas atrás, los viejos olmos conservaban aún la frondosidad, con el mismo vigor que gozaba nuestra hermosa lengua castellana. Todavía podía oírse por estas tierras que la nieve se regalaba, que los chavales se esbaraban por ella, cuando no estaban arrecidos por el frío; que los zurdos tiraban los cantos con la cucha y algunos a sobaquillo a riesgo de abrirle a alguien una piquera; que a más de uno lo desmorritaron por ponerse farruco o que atrochando se llegaba antes al chozo de la sierra. Términos de un habla que se va muriendo. Palabras de antaño que ya no suelen usarse hogaño. Con su muerte, parece que cada olmo abatido hubiera querido arrebatarnos una palabra, un juego infantil una costumbre y llevárselos consigo. Pero no, también los olmos han sido víctimas; sólo nosotros somos responsables de nuestras acciones y errores. Si un pueblo olvida e ignora los mitos, tradiciones, usos y costumbres que conforman su legado cultural histórico, será un pueblo condenado a no reconocerse a sí mismo. Un pueblo que olvide todo esto, un pueblo sin memoria, no tiene interés en respetarse, ni merecerá ni podrá esperar el respeto de los demás.