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SORIA: Desde aquella ocasión, cada vez que se cruzaban por...

Memorias de Martín Pedraza (5)

Viajaron para siempre

Eliseo subía despacio por el Espolón, como todos los días, en su carrito de inválido, camino de las Casas de Chocolate, donde vivía. Cualquiera de aquellos forasteros que paraban para comprarle alguna de las postales que vendía, de haber oído hablar de tales viviendas, hubiese pensado, despistado, que su nombre algo tendría que ver con las peripecias sufridas por los hermanos Hansel y Gretel, o con malvadas brujas aplicadas en encantamientos y conjuros. Pero, que se sepa, no es probable que por allí viviera ninguna, ni que la influencia de las sorginas de Barahona hubiese llegado hasta tan lejanos parajes, a sólo dos pasos de la Barriada y Santa Bárbara. Además, de qué preocuparse si, como todo el mundo sabe, las meigas sorianas –haberlas húbolas- acostumbraban a ser buena gente, y, por lo general, mal que les pesase a los de la Inquisición y a los santurrones, sus trapacerías habían de ser de poca monta: que si un ungüento por aquí, un mal de ojo por allá, algún viajecito en escoba hasta Zugarramurdi para visitar a las colegas… total, cuatro naderías. Un poco contestatarias y zascandiles si habrían de ser, como todas, pero, al fin y al cabo, tampoco era motivo para empapelarlas y armar tanto alboroto por culpa de unos cuantos mejunjes que prepararan para namorar, o alguna que otra pócima para curar el mal de amores, ni siquiera porque les diese por fornicar a todo pasto, según las comadres de lenguas viperinas, puerca envidia, para escándalo de los mojigatos de la época. Opinión menos benévola la de los señores de la fe, o mandamases, que venía a ser lo mismo, que por un quítame esos aquelarres / Y ande la rueda, / el cuesco, el respingo, / la coz y la brega/, más de una desventurada dio con sus huesos en chirona o terminó sus días en forma de churrasco. Malos tiempos, sin duda, para las precursoras del transporte aéreo.

Eliseo tenía una frente amplia, desmesurada, renegrida por las muchas horas pasadas bajo el sol castellano; y sacaba su mal carácter, lo que sucedía a menudo, cuando algún guasón lo los gamberros de turno le mentaban la cabeza para cabrearlo: “coño, Eliseo, si no es por la cabeza no te veo”. Recuerdo, porque me lo contaron varias veces, que aquel día iba jurando en hebreo, en arameo y en sánscrito –políglota el hombre, en esto de los tacos-, acordándose de todos los antepasados, próximos y remotos, de un grupo de estudiantes de la Normal, allí cercana, que de seguro se habrían metido con él desde los jardincillos de un rincón del paseo, adosados al Arca de Noé, la chatarrería de la calle Concepciones.

Yo era, por entonces, un mocoso que escasamente levantaba cuatro palmos del suelo, cogido de la mano del abuelo Francisco, quien probablemente se dirigiría en busca de su amigo Latorre al edificio del Parque de Bomberos, en cuya planta alta ensayaban los músicos de la Banda Municipal. A quien conociera al abuelo, que no soportaba los abusos ni las injusticias, y más si las sufrían quienes no podían defenderse, no le resultaría extraña su reacción de vocear abroncando a aquellos tarambanas, dándose el gusto de unir sus improperios a los de Eliseo que, crecido por la inesperada ayuda, sacó a relucir lo más florido de su repertorio. Y es que todo lo que el abuelo tenía de tozudo, protestón y cascarrabias, lo superaba su buen corazón, aunque eso no le evitara meterse en algún que otro problema porque parecía que disfrutaba con su maldita manía de no callarse ante nadie. Y no eran aquellos tiempos, precisamente, proclives a la protesta. No era de extrañar, pues, que, de mozo, le cortaran más de una vez el pelo al cero en la mili, o que, después, tuviese algún que otro roce con los jefes, aunque la cosa no solía pasar a mayores. Estas son las ventajas, decía, de que en las pequeñas ciudades nos conozcamos todos y sepamos de qué pie cojea cada uno. Mi madre no solía estar de acuerdo con esta forma de pensar y se lo reprochaba, diciéndole que dejara el mundo correr, o sea, que fuera a los suyo sin meterse en camisa de once varas. Bueno era el abuelo para que le llevasen la contraria, y contraatacaba diciendo que si ella se aguantaba todo, él no, y no consentía que nadie le pisase, a lo que mi madre le respondía que si le parecía poco lo que ella tenía que aguantarle; con lo que ya estaban a vuelta con las escaramuzas cotidianas que, como tales, solían quedar en agua de borrajas.

Desde aquella ocasión, cada vez que se cruzaban por la calle el abuelo y Eliseo, éste soltaba una mano de la manivela del cochecito de ruedas y la levantaba en señal de saludo, acompañando el gesto con un adiós, señor Paco. El abuelo sonreía explicándome que era la única persona que lo llamaba así, pues todo el mundo le decía Francisco. También me contó otra vez, tiempo después, que su nombre legal, el que figuraba en los papeles no era ése, sino José, y que todo se debía a una cabezonada de su padre, mi bisabuelo, más testarudo que él, que ya es decir. Quiso que dos de sus hijos llevaran el mismo nombre: el mayor, al que todo el mundo conocía como Paco, y el pequeño, mi abuelo, al que se empeñó en ponerle el nombre de Francisco, pero algún empleado del registro lo inscribió como José, por el santo del día, y así quedó asentado. Pero mi bisabuelo no iba a dar su brazo a torcer por semejante nimiedad, y se obstinó, con un celo digno de mejor causa, en que se llamaría Francisco y, a fuerza de repetirlo, por ese nombre habrían de conocerlo para siempre los propios y extraños. Así que a mi nombre, Martín, me decía, le ocurre como al de algunas calles de la ciudad: que los mandones se empeñan en imponerles un nombre y la gente las nombra con otro, el que les gusta, por el que siempre las conocieron. Fíjate en el Collao, la Plaza Mayor y el Espolón, que les han colocado el de tres espadones, pero la gente ni caso, a lo suyo, al nombre de toda la vida.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Ahora que han pasado tantos años, y desde la tierras lejanas del exilio, recuerdo algunos de aquellos nombres que permanecen grabados en la memoria. Son nombres de personas, de lugares, de rincones de mi ciudad o de tiendas que, o han desaparecido, o ya no son lo que fueron. Pienso que recordar aquello y a aquellos que contribuyeron a hacernos como somos es una forma de gratitud y quizá de justicia. Cualquier tiempo y cualquier medio son buenos para rescatar del olvido a quienes nos entregaron la ... (ver texto completo)