Decir invierno es rememorar el perolo de la señora Nati. A pesar del tiempo transcurrido, la veo trajinando entre cacharros mientras en la cocina económica se cuecen, al calor del carbón y la leña, las peras, los higos, las ciruelas pasas y demás frutas. Acaso fuera la primera Navidad que lo probaba y esa sea la razón de que se me haya grabado con nitidez en la memoria, aunque tal vez se deba al carácter singular de aquella vecina, una persona bondadosa, paciente y comprensiva como pocas he conocido a lo largo de mi existencia; jamás le vimos un mal gesto, ni siquiera cuando el hijo de Ramona, la Loba, una mala pécora, le hizo una piquera a su Antonio de una pedrada en la cabeza. Fue un accidente, sin más consecuencias que unos puntos de sutura en la Casa de Socorro de la Plaza Mayor. Fuimos nosotros, la pandilla del barrio, los que por nuestras correrías habíamos provocado que lo descalabraran, por meternos a buscar pelea en el barrio de Santa Cruz, detrás de San Pedro, territorio enemigo al que se había pasado el agresor, un tipo retorcido y de malas intenciones, como su madre, y con quienes casi nadie quería cuentas en el barrio. El marido de la Loba, por el contrario, era un infeliz, uno de esos hombres que no tienen más horizontes que el trabajo y la taberna y a quien, de creer las habladurías del vecindario, su mujer cornificaba inmisericorde con un huésped manchego, de la parte de Tomelloso, unos cuantos años más joven. Comentarios que a ella no parecían afectarle pues, según las malas lenguas de las vecinas de escalera, hacía bien poco por disimularlo. Un buen día desaparecieron y nunca más se supo de ellos, aunque creo que nadie del barrio los echó en falta.
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