Con anterioridad, fueron publicadas en la revista "Abanco. Cosas de Soria". Se encuentran también en la página web soria-goig
Memorias de Martín Pedraza (3)
La despedida
Reflexionando sobre mi futuro, más que probable lejos de la tierra, esperaba impaciente el momento de abandonar definitivamente el cuartel y recuperar mi libertad con la recogida de la ansiada blanca, la cartilla militar de los quintos, salvoconducto para dejar las guardias y los chuscos y cambiar el caqui por la ropa de paisano. Cada día que pasaba lo iba eliminando en el calendario, un palo del aspa al mediodía y otro por la noche, en un afán febril de ver más cruces que fechas sin tachadura. De tanto mirar el almanaque fui conociendo el santoral: el tres de febrero, San Blas, ¿estarán ya las cigüeñas, de regreso de África, en la torre del Carmen y en la del Salvador?-; el cinco, Santa Águeda, el día que, según dicen, toman el mando las mujeres en algunos lugares; el veinticinco de marzo, San Dimas, el buen ladrón… y así hasta que, de santo en santo, cual si de un venerable juego de la oca se tratase, evitando caer en el pozo, el laberinto o el calabozo, llegó San Venancio, la que iba a ser la última y mágica noche, la que pondría punto final a una partida que parecía inacabable.
Al día siguiente, por fin, volvía a casa con la incipiente primavera anunciándose en los brotes nuevos de los viejos olmos. Sentía un sinnúmero de sensaciones intensas, una emoción tan indescriptible por el regreso, que al atravesar el puente de piedra y ver el río bajo sus arcos, se me humedecieron los ojos, mientras algo parecido al frío me recorría la espalda. No imaginaba entonces que estas impresiones me acompañarían en adelante cuando, ya expatriado, traspasaba los límites provinciales, de tarde en tarde, de vuelta al terruño.
Memorias de Martín Pedraza (3)
La despedida
Reflexionando sobre mi futuro, más que probable lejos de la tierra, esperaba impaciente el momento de abandonar definitivamente el cuartel y recuperar mi libertad con la recogida de la ansiada blanca, la cartilla militar de los quintos, salvoconducto para dejar las guardias y los chuscos y cambiar el caqui por la ropa de paisano. Cada día que pasaba lo iba eliminando en el calendario, un palo del aspa al mediodía y otro por la noche, en un afán febril de ver más cruces que fechas sin tachadura. De tanto mirar el almanaque fui conociendo el santoral: el tres de febrero, San Blas, ¿estarán ya las cigüeñas, de regreso de África, en la torre del Carmen y en la del Salvador?-; el cinco, Santa Águeda, el día que, según dicen, toman el mando las mujeres en algunos lugares; el veinticinco de marzo, San Dimas, el buen ladrón… y así hasta que, de santo en santo, cual si de un venerable juego de la oca se tratase, evitando caer en el pozo, el laberinto o el calabozo, llegó San Venancio, la que iba a ser la última y mágica noche, la que pondría punto final a una partida que parecía inacabable.
Al día siguiente, por fin, volvía a casa con la incipiente primavera anunciándose en los brotes nuevos de los viejos olmos. Sentía un sinnúmero de sensaciones intensas, una emoción tan indescriptible por el regreso, que al atravesar el puente de piedra y ver el río bajo sus arcos, se me humedecieron los ojos, mientras algo parecido al frío me recorría la espalda. No imaginaba entonces que estas impresiones me acompañarían en adelante cuando, ya expatriado, traspasaba los límites provinciales, de tarde en tarde, de vuelta al terruño.
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