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DEZA: El nuestro era un barrio de modestos funcionarios y...

Vuelvo con estas historias de aquella Soria de hace medio siglo, más o menos. Aunque no son biográficas, en sentido estricto, están recogidas de la vida de entonces, en forma novelada. Aparecen con pseudónimo en la página web de soria-goig, por si hay alguien que tenga algún interés en leerlas completas. Lo que recojo aquí es para los amigos dezanos del foro.

Memorias de Martín Pedraza
El vecindario
Muchos de aquellos vecinos de mi barrio procedían de distintos rincones de la provincia. De Vildé, de Trébago o de Peroniel; de Barca o de Fuentecantos. Habían dejado sus pueblos para vivir y trabajar en la ciudad, en busca, sin duda, de una vida mejor. Pero a medida que la capital crecía al ritmo de esta inmigración interior, el campo fue despoblándose al mismo tiempo. Trajeron consigo sus nombres sonoros y antiguos, hoy raros, heredados de sus mayores o tal vez recogidos del santo del día en que nacieron: Agapito, Luciano, Amalia, Teófilo, Dominica, Águeda, Hilario, Petronila, Tomasa… También acarrearon desde el mundo rural algunas de sus costumbres, dichos, refranes, juegos y recetas de cocina.

Ahora, muchos años más tarde, ni el tiempo ni la distancia me han hecho olvidar a aquellos hombres y mujeres; los primeros rostros conocidos, las primeras voces oídas, los primeros afectos fueron los suyos. Ellos forman parte, con sus defectos y virtudes, con sus bondades o malicias, del paisaje humano de mi primera memoria. Algunos ya han muerto, llevándose entre sus recuerdos fragmentos de nuestra pequeña historia. Con su desaparición, nunca sabremos cómo nos vieron, cómo nos recordaban, cosas que sabían de nosotros, pasajes de nuestra vida que quizá nosotros mismos no recordemos. Todavía es probable que sean echados de menos por quienes tuvieron más cerca; después, el tiempo se irá encargando de difuminar el dolor y el recuerdo, Tal vez alguien, de tarde en tarde, abra un álbum de fotos y rememore. Pero, cuando también desaparezcan sus hijos y sus nietos y quienes los conocieron, no quedará nada de su memoria, cubiertos todos por un sudario de silencio y olvido; el mismo que se cierne sobre los pueblos que los vieron nacer y que resisten a duras penas, como tantos otros, sacudidos por el azote del abandono y la despoblación: Vildé, menos de ochenta habitantes (… en 1910 lo habitaban 510 personas. Antigua iglesia de Santa María, hundida después de su despoblación, dirán las futuras crónicas del año…); Trébago, menos de cincuenta (…425 vecinos en 1930. Iglesia gótica de Nuestra Señora de la Asunción, en ruinas. Torre árabe defensiva, semiderruída. Despoblado, se leerá en algún manual sobre la provincia); Peroniel, alrededor de treinta personas (…el 21 de mayo celebraban la fiesta de la Virgen del Socorro, patrona del lugar. Existió iglesia románica. Despoblado…); Barca, poco más de cien habitantes (…580 en 1930 El 24 de mayo acudían en romería a Ciadueña, hoy también despoblados…); Fuentecantos, cuarenta y tantos vecinos (…existen restos de la iglesia románica de San Miguel Arcángel, que se hundió años después de su despoblación…). El mismo silencio y olvido que ha ocultado en las brumas del tiempo a Fuenterrey, Valdarce, Quintanaseca, Ruilobos o la Mercadera.

El nuestro era un barrio de modestos funcionarios y ferroviarios; de albañiles, empleados del comercio y amas de casa. La austeridad de entonces no permitía grandes diferencias económicas o sociales entre unos y otros vecinos; tampoco solía darse desigualdad en el trato, quizá debido a la honda raigambre democrática del pueblo castellano, donde, según el viejo aforismo, nadie es más que nadie… Trato revestido de dignidad en las expresiones cotidianas: “Me ha dicho la señora Julia que se va al pueblo para hacer la matanza”, oía a mi madre; “La señora Petra lleva luto por la muerte de un hermano”, comentaban las vecinas; “El señor Agustín está partiendo leña en la carbonera”, decía mi padre. Pero a todo hay quien gane…: La Loba, el Tirillas o la Ratona, por ejemplo. El Tirillas era un tipo antipático, seco y engreído que gozaba de muy pocas simpatías en el barrio. Estaba enchufado en alguna oficina del Movimiento, probablemente sin mayor mérito que el de haberse sabido buscar buen cobijo a la sombra del régimen, y remar después a favor de la corriente, con la chaqueta preparada para cuando soplasen otros vientos. Físicamente valía poco, pero solía mirar a la gente por encima de su ridículo bigotillo. Peor vinagre gastaba su hija, la Merche, una niña repelente y relamida, sabihonda y con resabios de vieja, que apuntaba maneras de sargento cuartelero, la criatura. Tampoco le andaba a la zaga, en lo de la mala uva, el hijo de la Loba, muy amiga, por cierto, de la Maite, la sastra.”Dios las cría, y ellas se juntan”, decía de ellas la tía Chirla. La Ratona, en cambio, era un trozo de pan, y tenía una pachorra proverbial que le permitía aguantar sin enfadarse las bromas del Traganiños, mozo de estoques, cuando joven, de El Niño del Arado, frustrado espada de las Vicarías. El caso es que, por lo que fuera, el Tirillas, La Loba, La Ratona o el Traganiños nunca recibieron por parte de los vecinos el tratamiento del señorío llano, siendo más conocidos por su apodo que por el nombre de pila. A decir verdad, no hubiese casado bien el señor o señora y el apodo: El señor Tirillas se da aires de persona importante, o, la señora Loba no se trata con la señora Ratona, pongamos por caso.

Este trato modesto, sencillo y llano entre los vecinos me parecía algo tan natural, por la costumbre, como la lluvia, en otoño, cuando iba a buscar setas con el abuelo, o la llegada de las cigüeñas en invierno. Con el paso del tiempo, sin embargo, comencé a comprender que del mismo modo que el clima cambia de unos lugares a otros dependiendo de factores geográficos, también las relaciones con las personas son diferentes, según las circunstancias, la época y el lugar. Fui conociendo, por lo que me contaba el abuelo, que en Sierra Mágina, allá en el sur, como en otros sitios, sólo se les trataba de señor a los que tenían dinero, o a los caciques, que venían a ser los mismos, y por supuesto a sus señoras, aunque no supiesen hacer la “o” con letra bastardilla, lo que no era nada extraño que les ocurriese a tales damas. Estos contrastes me hacían aumentar los sentimientos de admiración y respeto que ya tenía hacia mis padres y las personas conocidas como la señora Nati, el señor Agapito o la señora Lucía; y aunque la dignidad continuaba siendo un concepto abstracto para cualquier chaval de mi edad, me sentía orgulloso del trato hidalgo sin más, entre la gente del barrio.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Uno de los vecinos, el señor Florencio, tenía un carro tirado por una mula, quizá uno de los últimos que se vieron por la ciudad. El carro tenía dos enormes ruedas, más altas que nosotros, con sus radios de madera y las llantas de hierro, y en los varales de los costados se amarraba un toldo de lona blanca que lo cubría en forma de arco, a semejanza de las carretas de las caravanas que veíamos en las películas camino del Oeste, con los alevosos indios siempre al acecho de hacerles un buen corte de ... (ver texto completo)