La siega.
A mediados de junio, aquellos sembrados verdes, de frágil tallo, que azotados por el viento parecían mares ondulantes, empiezan a cambiar su aspecto. Su caña algo más dura ya no se cimbrea con aquella gracia de hace unos días. Poco a poco van pasando del amarillo a ese otro color indefinido, que llamaremos paja, del color precisamente de la paja seca.
El labrador con el ojo avizor aquí y allá, comienza a estar inquieto y va preparando sus hoces afiladas para meter mano a la siega. Con la ilusión del momento no sabe las penurias que le esperan pues ha de padecer toda clase de tormentos antes de ver su cosecha en el granero. Las inclemencias del tiempo pondrán todo empeño en impedírselo y algunas veces lo conseguirán. Todo está en su contra: El calor, la sed, el sueño, el cansancio, las tormentas, el desánimo, la avidez, las hormigas...
Al tio Germán Laguna, cuando se hizo mayor le oí repetir a menudo, con nostalgia, al empezar el verano: ¡Ay quién se verá en La Cruz…! Y es que para las Fiestas de septiembre ya se habían pasado casi todos los trabajos más pesados.
Con un sol de justicia y vestido como si fuese a la guerra, veremos al segador armado con su hoz en la mano derecha, en su cinto el puñal del garrotillo, protegido con su zamarro contra los golpes de las espigas en el pecho, resguardando su brazo con el manguito, sus dedos con la zoqueta y el dedil, su cabeza con el sombrero y a muchos también, con un pañuelo colgado en su cintura con el que enjugarse el sudor que constantemente mana sin parar de su frente.
Golpe a golpe, tirón a tirón irá haciendo grandes arcadas, reforzadas con la lazada y suavemente las hará reposar en tierra, formando gavillas. Amorosamente las irá juntando unas contra otras y sobre el vencejo extendido en tierra, irá formando los fajos para el acarreo.
De vez en cuando echará un vistazo atrás para ver el tajo y volverá sobre sus pasos a remojar su garganta reseca por el polvillo que levanta la mies y de su botijo, resguardado en el ropero, echará su buen trago de agua fresca o como sea, pues a veces estará más caliente que el caldo de morcillas.
El cereal que mejor se segaba era la avena y el que peor, por la dureza de la caña, el centeno. En cambio el centeno, a veces ofrecía un atractivo y era que podías segarlo casi de pié, siempre y cuando no tuvieses que aprovecharlo para sacar paja larga, con la que hacer los vencejos del año siguiente. El vencejo servía para atar los fajos o haces de todos los cereales, de la esparceta, de la alfalfa, de las gavillas de leña etc. Era un atador fiable, flexible, de poco peso y barato. La verdad es que no tenía desperdicio pues incluso acababa su vida útil, sirviendo como iniciador del fuego en muchos hogares.
Generalmente, segaba en solitario, aquel que no cogía ni tres cáices de trigo o sea quien era casi pobre de solemnidad, de los que siempre existía alguno en los pueblos. Los demás labradores por poco que pudiesen alquilaban sus “piones” que aparte de ayudarle en su faena que era lo lógico y normal, le dejaban vacía la bolsa de los dineros y las ollas del adobo que había tenido tan bien guardadas en el granero, debajo de la artesa de amasar el pan. Ellos se llevaban la mitad de la cosecha, ganada sin duda con su trabajo honrado.
Los piones o sea los peones podían ser locales, gente que iba al jornal todo el año en el mismo pueblo y también forasteros que generalmente venían del Levante Español, de las regiones de Murcia y Valencia. Acudían en cuadrillas organizadas, al mando de las cuales había un capataz con el que se trataban los asuntos personalmente. Su composición interna es de suponer que estaría sujeta a unas normas asociativas particulares de cada grupo y no estarían sindicadas, por lo general, pues los contratos eran solo eventuales y de palabra.
Para ajustarlos tenías que ir a la plaza en donde estaban concentrados, poniéndose a tu disposición. Se vendrían contigo con su pequeño bagaje a cuestas y corría a tu cargo la manutención durante el tiempo que los tuvieses a tu servicio. Tenías que darles cobijo por la noche también, aunque fuese en el pajar pues ya se sabe que en las casas solamente había camas para los más allegados. No había que hacer ningún contrato escrito pues bastaba con la palabra dada.
Generalmente era gente curtida en el oficio; pero como siempre, había una escala de valores, para clasificarlo en muy buenos, buenos y regulares.
Una vez le preguntó una madre al hijo que había llevado el almuerzo a la pieza y quiso saber como eran sus “piones”: -Que tal hijo son buenos… ¿Se sientan para comer…? El hijo le contestó que no se sentaban. La madre le respondió pues que contenta estoy. A lo que contestó su pequeño. No madre, no se sientan; ¡Se echan….!
En conciencia: Yo creo que cada uno de ellos echaba lo mejor de sí para cumplir con su deber pues pensaban que trabajaban, la mayoría de las veces, para otro hombre de pocos recursos a los que les costaba sus buenos sacrificios pagar un jornal, de por sí alto.
En mi casa y creo que en la mayoría de ellas las mejores cazuelas de adobo del cerdo como eran las chorizos, lomos costillas y torreznos, estaban reservadas para los peones. También participábamos, por afinidad, los que estábamos cerca.
Al levantarse se les daba antes de marchar, una onza de chocolate y un trozo de pan, también una copilla de aguardiente o bien una cebolla. Dicen que la cebolla en ayunas en muy buena. Por la mañana oro…Después se almorzaba en el tajo por todo lo alto, todo sólido excepto el vivillo. Después se comía un bocadillo y más tarde la comida del mediodía. Por la tarde se merendaba y por la noche se cenaba también de rechupete. Creo que algunos venían solamente por darse aquellos banquetazos. Si señor, eran verdaderas comidas pantagruélicas.
Una vez había en La Plaza unos peones comiendo bacalao, le contaba un hijo a su madre al llegar a casa. Y tiraban cada pedazo…Hijo mío, le dijo la madre, podías haber cogido alguno pues ya sabes que en casa va escasa la comida y un poco lavaditos… Y el chico le contestó: No madre no, que esos no se podían coger…
Nosotros teníamos unos valencianos, cierto año que se tiraban sus buenos cuescos mientras segaban. Y recuerdo que decían en plan de broma: El Vicens el Vicens ha sigut. El tal Vicens, pronunciado en valenciano, era yo, que entonces tendría siete u ocho años. Era un detalle que recordaríamos siempre de aquella gente, que pasó por nuestras vidas, en esos veranos de penuria y trabajos sin límites.
Contaba mi padre que había una vez un guarnicionero que siempre decía que vaya suerte la de los piones, que se ponían morados de comer y que el trabajo no era para tanto. Total que uno del pueblo, harto de oírle siempre la misma canción le dijo que se viniese con ellos a segar y así sabría lo que era aquello. Así que cogieron un buen día y lo pusieron en el tajo. Llegó renqueando y sudoroso hasta la hora del almuerzo, el cual lo devoró con fruición pues nunca había tenido delante tal cantidad de manjares y tan buen vino. Lo bueno ocurrió cuando hubo que enganchar de nuevo a lo que se negó, diciendo que lo comido por lo servido y que se iba a su casa. Entonces como ya no quiso trabajar, lo ataron todo el día al sol y hasta la hora de dar a mano no lo dejaron marchar. Dicen que después de aquella experiencia siempre repetía que vaya vida mala la de los peones, que no les tenía envidia para nada y que no sabía como los pobres podían aguantar tantas horas trabajando con aquel sol tan terrible del mes de julio; que se compadecía de ellos. Y le decía a su mujer que no dejara pasar a su taller ni un rayo de sol, que se ponía enfermo solo de verlo.
En el año 1936 pilló a muchos peones trabajando por estos lugares y marcharon a sus casas como Dios les dio a entender puesto que las comunicaciones, la mayoría de ellas estaban cortadas por causa de la incipiente guerra civil y más cuando se trataba de pasar de una zona a otra. Hubo muchos de ellos que las pasaron negras y quizá alguno no llegara a su destino. Estas peripecias las contaban cuando algunos pudieron volver de nuevo, al cabo de tres o cuatro años.
En aquellos tiempos de revuelta y de huelgas frecuentes, se dio el caso, que en Deza se negaban a trabajar por el precio que pagaban los labradores. En los mítines que celebraban en La Plaza un capataz proclamaba a grandes voces:” A ocho reales pagan, nosotros queremos nueve, si no nos dan lo que pedimos, el que lo ha sembrado que lo siegue”. Posiblemente tuvo jaleos con la guardia civil pues lo tuvieron un par de meses en la cárcel. Dicen que al salir y ver todo segado, dijo:”Si no lo veo no lo creo; yo pensaba que sin mi no iban a hacer nada”. Esta historia es cierta lo que pasa es que a mi me ha llegado por referencias y no se explicarla con mas detalles, que de saberlos serían muy interesantes.
Un día de verano, sería a primeros de los años mil novecientos cuarenta, un hombre que estaba segando murió quemado en su finca. Decían que se quedaría dormido fumando y que se le prendió fuego en el ropero donde descansaba. Es raro que en el campo se pueda quemar uno sin poder escapar de las llamas corriendo o revolcándose en el suelo, por lo yo siempre he deducido que posiblemente murió por algún ataque al corazón mientras fumaba su cigarrillo. En aquellos tiempos le hicieron la autopsia y es seguro que ni supieron de qué murió el tio Cecilio, por allá por el Gustal.
Un abrazo.
A mediados de junio, aquellos sembrados verdes, de frágil tallo, que azotados por el viento parecían mares ondulantes, empiezan a cambiar su aspecto. Su caña algo más dura ya no se cimbrea con aquella gracia de hace unos días. Poco a poco van pasando del amarillo a ese otro color indefinido, que llamaremos paja, del color precisamente de la paja seca.
El labrador con el ojo avizor aquí y allá, comienza a estar inquieto y va preparando sus hoces afiladas para meter mano a la siega. Con la ilusión del momento no sabe las penurias que le esperan pues ha de padecer toda clase de tormentos antes de ver su cosecha en el granero. Las inclemencias del tiempo pondrán todo empeño en impedírselo y algunas veces lo conseguirán. Todo está en su contra: El calor, la sed, el sueño, el cansancio, las tormentas, el desánimo, la avidez, las hormigas...
Al tio Germán Laguna, cuando se hizo mayor le oí repetir a menudo, con nostalgia, al empezar el verano: ¡Ay quién se verá en La Cruz…! Y es que para las Fiestas de septiembre ya se habían pasado casi todos los trabajos más pesados.
Con un sol de justicia y vestido como si fuese a la guerra, veremos al segador armado con su hoz en la mano derecha, en su cinto el puñal del garrotillo, protegido con su zamarro contra los golpes de las espigas en el pecho, resguardando su brazo con el manguito, sus dedos con la zoqueta y el dedil, su cabeza con el sombrero y a muchos también, con un pañuelo colgado en su cintura con el que enjugarse el sudor que constantemente mana sin parar de su frente.
Golpe a golpe, tirón a tirón irá haciendo grandes arcadas, reforzadas con la lazada y suavemente las hará reposar en tierra, formando gavillas. Amorosamente las irá juntando unas contra otras y sobre el vencejo extendido en tierra, irá formando los fajos para el acarreo.
De vez en cuando echará un vistazo atrás para ver el tajo y volverá sobre sus pasos a remojar su garganta reseca por el polvillo que levanta la mies y de su botijo, resguardado en el ropero, echará su buen trago de agua fresca o como sea, pues a veces estará más caliente que el caldo de morcillas.
El cereal que mejor se segaba era la avena y el que peor, por la dureza de la caña, el centeno. En cambio el centeno, a veces ofrecía un atractivo y era que podías segarlo casi de pié, siempre y cuando no tuvieses que aprovecharlo para sacar paja larga, con la que hacer los vencejos del año siguiente. El vencejo servía para atar los fajos o haces de todos los cereales, de la esparceta, de la alfalfa, de las gavillas de leña etc. Era un atador fiable, flexible, de poco peso y barato. La verdad es que no tenía desperdicio pues incluso acababa su vida útil, sirviendo como iniciador del fuego en muchos hogares.
Generalmente, segaba en solitario, aquel que no cogía ni tres cáices de trigo o sea quien era casi pobre de solemnidad, de los que siempre existía alguno en los pueblos. Los demás labradores por poco que pudiesen alquilaban sus “piones” que aparte de ayudarle en su faena que era lo lógico y normal, le dejaban vacía la bolsa de los dineros y las ollas del adobo que había tenido tan bien guardadas en el granero, debajo de la artesa de amasar el pan. Ellos se llevaban la mitad de la cosecha, ganada sin duda con su trabajo honrado.
Los piones o sea los peones podían ser locales, gente que iba al jornal todo el año en el mismo pueblo y también forasteros que generalmente venían del Levante Español, de las regiones de Murcia y Valencia. Acudían en cuadrillas organizadas, al mando de las cuales había un capataz con el que se trataban los asuntos personalmente. Su composición interna es de suponer que estaría sujeta a unas normas asociativas particulares de cada grupo y no estarían sindicadas, por lo general, pues los contratos eran solo eventuales y de palabra.
Para ajustarlos tenías que ir a la plaza en donde estaban concentrados, poniéndose a tu disposición. Se vendrían contigo con su pequeño bagaje a cuestas y corría a tu cargo la manutención durante el tiempo que los tuvieses a tu servicio. Tenías que darles cobijo por la noche también, aunque fuese en el pajar pues ya se sabe que en las casas solamente había camas para los más allegados. No había que hacer ningún contrato escrito pues bastaba con la palabra dada.
Generalmente era gente curtida en el oficio; pero como siempre, había una escala de valores, para clasificarlo en muy buenos, buenos y regulares.
Una vez le preguntó una madre al hijo que había llevado el almuerzo a la pieza y quiso saber como eran sus “piones”: -Que tal hijo son buenos… ¿Se sientan para comer…? El hijo le contestó que no se sentaban. La madre le respondió pues que contenta estoy. A lo que contestó su pequeño. No madre, no se sientan; ¡Se echan….!
En conciencia: Yo creo que cada uno de ellos echaba lo mejor de sí para cumplir con su deber pues pensaban que trabajaban, la mayoría de las veces, para otro hombre de pocos recursos a los que les costaba sus buenos sacrificios pagar un jornal, de por sí alto.
En mi casa y creo que en la mayoría de ellas las mejores cazuelas de adobo del cerdo como eran las chorizos, lomos costillas y torreznos, estaban reservadas para los peones. También participábamos, por afinidad, los que estábamos cerca.
Al levantarse se les daba antes de marchar, una onza de chocolate y un trozo de pan, también una copilla de aguardiente o bien una cebolla. Dicen que la cebolla en ayunas en muy buena. Por la mañana oro…Después se almorzaba en el tajo por todo lo alto, todo sólido excepto el vivillo. Después se comía un bocadillo y más tarde la comida del mediodía. Por la tarde se merendaba y por la noche se cenaba también de rechupete. Creo que algunos venían solamente por darse aquellos banquetazos. Si señor, eran verdaderas comidas pantagruélicas.
Una vez había en La Plaza unos peones comiendo bacalao, le contaba un hijo a su madre al llegar a casa. Y tiraban cada pedazo…Hijo mío, le dijo la madre, podías haber cogido alguno pues ya sabes que en casa va escasa la comida y un poco lavaditos… Y el chico le contestó: No madre no, que esos no se podían coger…
Nosotros teníamos unos valencianos, cierto año que se tiraban sus buenos cuescos mientras segaban. Y recuerdo que decían en plan de broma: El Vicens el Vicens ha sigut. El tal Vicens, pronunciado en valenciano, era yo, que entonces tendría siete u ocho años. Era un detalle que recordaríamos siempre de aquella gente, que pasó por nuestras vidas, en esos veranos de penuria y trabajos sin límites.
Contaba mi padre que había una vez un guarnicionero que siempre decía que vaya suerte la de los piones, que se ponían morados de comer y que el trabajo no era para tanto. Total que uno del pueblo, harto de oírle siempre la misma canción le dijo que se viniese con ellos a segar y así sabría lo que era aquello. Así que cogieron un buen día y lo pusieron en el tajo. Llegó renqueando y sudoroso hasta la hora del almuerzo, el cual lo devoró con fruición pues nunca había tenido delante tal cantidad de manjares y tan buen vino. Lo bueno ocurrió cuando hubo que enganchar de nuevo a lo que se negó, diciendo que lo comido por lo servido y que se iba a su casa. Entonces como ya no quiso trabajar, lo ataron todo el día al sol y hasta la hora de dar a mano no lo dejaron marchar. Dicen que después de aquella experiencia siempre repetía que vaya vida mala la de los peones, que no les tenía envidia para nada y que no sabía como los pobres podían aguantar tantas horas trabajando con aquel sol tan terrible del mes de julio; que se compadecía de ellos. Y le decía a su mujer que no dejara pasar a su taller ni un rayo de sol, que se ponía enfermo solo de verlo.
En el año 1936 pilló a muchos peones trabajando por estos lugares y marcharon a sus casas como Dios les dio a entender puesto que las comunicaciones, la mayoría de ellas estaban cortadas por causa de la incipiente guerra civil y más cuando se trataba de pasar de una zona a otra. Hubo muchos de ellos que las pasaron negras y quizá alguno no llegara a su destino. Estas peripecias las contaban cuando algunos pudieron volver de nuevo, al cabo de tres o cuatro años.
En aquellos tiempos de revuelta y de huelgas frecuentes, se dio el caso, que en Deza se negaban a trabajar por el precio que pagaban los labradores. En los mítines que celebraban en La Plaza un capataz proclamaba a grandes voces:” A ocho reales pagan, nosotros queremos nueve, si no nos dan lo que pedimos, el que lo ha sembrado que lo siegue”. Posiblemente tuvo jaleos con la guardia civil pues lo tuvieron un par de meses en la cárcel. Dicen que al salir y ver todo segado, dijo:”Si no lo veo no lo creo; yo pensaba que sin mi no iban a hacer nada”. Esta historia es cierta lo que pasa es que a mi me ha llegado por referencias y no se explicarla con mas detalles, que de saberlos serían muy interesantes.
Un día de verano, sería a primeros de los años mil novecientos cuarenta, un hombre que estaba segando murió quemado en su finca. Decían que se quedaría dormido fumando y que se le prendió fuego en el ropero donde descansaba. Es raro que en el campo se pueda quemar uno sin poder escapar de las llamas corriendo o revolcándose en el suelo, por lo yo siempre he deducido que posiblemente murió por algún ataque al corazón mientras fumaba su cigarrillo. En aquellos tiempos le hicieron la autopsia y es seguro que ni supieron de qué murió el tio Cecilio, por allá por el Gustal.
Un abrazo.