CASTILLEJO DE ROBLEDO: Estas y otras cosas, que podíamos llamar "aquelarre"...

Estas y otras cosas, que podíamos llamar "aquelarre" eran y son las de siempre, que se
suscita la conversación entre, no ya de niños, sino de personas mayores, vienen a parar al pobre
desgraciado enterrado en el vallejo que lleva su nombre.

II

El día nueve de Julio de 1.946 vino a visitar al párroco de esta villa, un sacerdote joven de
uno de los pueblos segovianos limítrofes a esta, que su Prelado le había recomendado la cura de
almas. Se nota en él un tanto tímido, que su conversación era amena de tal manera que
formamos un juicio admirable del Neo-sacerdote, pues poseía una cultura bien cimentada.

Pasó todo el día entre nosotros y al siguiente manifestó querer trasladarse de aquí al
inmediato pueblo de Valdanzo donde quería saludar a unos familiares que residían en el citado
pueblo. No quiso mi párroco que fuese a pie -como lo había hecho al venir de su parroquia- y
para ello nos prestó una buena familia una caballería; yo quedé en acompañarle y devolverla a
mi regreso a sus dueños. Tal, como se pensó lo ejecutamos. Después de comer el día diez a las
tres de la tarde salíamos el visitante y yo en compañía del párroco -aunque éste a la salida del
pueblo se despidió- y nosotros tomamos el camino que los naturales llaman de "Valdespino".

Apenas Habíamos andado un kilómetro, observamos que manchones blancos de nubes, que
por aquí llaman llaneros y que los eruditos dicen cúmulos, se hacían más oscuros apareciendo
más espesas y pesadas que encapotaba el cielo antes limpio.

En nuestra marcha ya oíamos un retumbar lejano como de artillería distante y pensamos
ambos que no era de la tempestad que se le estaba fraguando sino que los que lo ocasionaban era
el ruido de las maquinarias que no muy lejos trabajaban en la construcción del pantano en el río
Riaza en el pueblo que pronto desaparecerá, Linares. Era sin embargo demasiado irregular y
prolongado para atribuirlo a aquella causa, yo mismo le dije: La tormenta se acerca pues no es lo
que pensábamos a los pocos instantes unas gotazas de agua eran el preludio de la tormenta, que
teníamos sobre nosotros y aún nos sobrecogía más un vivísimo relámpago que al mismo tiempo
le siguió un trueno orrísono, extraordinario, como no recuerdo haber oído otro en los pocos años
de mi vida.

Precisamente llegamos al sitio en que la tradición pone la sepultura del caballero. Yo
fustigaba al animal para alejarnos de allí, más el joven sacerdote al ver varios enebros
corpulentos y casi juntos le pareció que no podíamos encontrar otro albergue mejor y fue él
quien dijo: No pasemos de aquí, y en efecto allí se puso bajo de aquellos árboles. Yo sin decirle
el porqué -me tiritaban las piernas más por el sitio escogido que por la tempestad- le manifesté
que para atar el macho eran mejor otros enebros, que no muy distante estaban y allí quedé,
separados unos de otros como cuatro metros de distancia.

Lo que sucedió aquella famosa tarde en el terrorífico escondite, se verá en el capítulo
siguiente, que lo oí narrar después al contárselo a mi párroco el asustado sacerdote.

III

La tormenta, lejos de despejarse, arreciaba cada instante; yo, dice el nuevo presbítero saqué
el rosario, y apenas había terminado el acto de contrición, como generalmente se empieza,
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