Ahora que estamos en la temporada en que se celebran las primeras comuniones y las familias católicas apostólicas y romanas cumplen con la obligación de educar en la fe de Cristo a sus descendientes, a mi recuerdo vienen aquellas catequesis que nos preparaban para recibir el cuerpo del Crucificado, previa confesión, para poder estar en gracia.
En la época en la que me correspondió tomar la comunión, primeros de los sesenta, influenciados por espíritu derivado de la proclamación, por el Obispo catalán Plá y Deniel, de la “Cruzada” contra los defensores de la República, no solamente debíamos asistir a la catequesis dominical, después de la misa obligatoria, sino que entre semana, los meses previos al evento religioso, acudíamos para completar nuestra formación. Aprendíamos, a la vez que se nos adoctrinaba, por medio del catecismo oficial, a ser buenos cristianos, por lo menos, la teoría la aprendíamos, aunque en la prácticamente, las cosas eran bastante distintas en lo que acontecía en el vivir diario de nuestro país. Éramos muy niños para comprender que una cosa eran las buenas intenciones de ese teórico mundo de creyentes y otra muy diferente lo que se hacía. Nos enseñaban a mostrar el recogimiento y devoción que el acto que celebraríamos requería, así como el acto obligatorio de la confesión con el cura en el confesionario parroquial.
En cualquier caso y sin entrar a cuestionar la bondad o no de lo que con tanto énfasis trataban de inculcarnos religiosos y catequistas seglares, recuerdo, con especial cariño, la ilusión que todos los niños teníamos por recibir al Señor que se había sacrificado, hasta entregar su vida, por la humanidad.
Entonces, como ahora, los niños eran los protagonistas y, lo corriente, era que fuéramos vestidos con un trajecito elegante, diferente al que utilizábamos los domingos y festivos del año. Por lo general, en casi todas las familias, se reunían los recursos suficientes para vestir a la niña de blanco, como una pequeña novia, y a los niños con un traje de marinero u otro que les diera un toque de distinción. Como complemento, todos llevábamos guantes flancos enfundando nuestras manos y, entre ellas, el rosario dorado y el misal blanco con el borde de las hojas de color oro, y del cuello, colgando de un cordón de idéntico color, el crucifijo.
También, ese día era importante desde el punto de vista social. Se reunía la familia: abuelos, tíos y primos. Los vecinos y amistades de los padres acudían al acto, nos felicitaban y nos recordaban debíamos ser buenos. Todos juntos acompañaban y daban cobertura a quien comulgaba por primera vez. Después de la ceremonia y besos de los invitados, llegaba el momento de las fotografías, unas con el grupo de compañeros primerizos y el sacerdote oficiante; después, con los padres y hermanos, así como con el resto de las familias, “inmortalizado”, documentalmente esa jornada para la pequeña historia familiar.
Algún regalo también recibíamos. En mi caso, una cadena con una medalla de una virgen, además de útiles y objetos para las tareas escolares. Superada la celebración en la iglesia y cumplida la ilusión; sin embargo, lo mejor era tener junto a nosotros a nuestros seres más queridos que estaban lejos: abuelos, tíos y primos.
A los nervios propios del evento que tenía que vivir, se unían los que me producía el deseo de ver a mis familiares, que estos llegarán bien y puntualmente. Días antes, habían venido los abuelos “Vítor” Valentina que, como siempre que nos visitaban, llegaron con una gran banasta llena de dulces caseros hechos por la abuela y tías.
A primera hora fueron llegando. Por el norte, los familiares de la parte paterna, que lo hicieron por ferrocarril. Desde el sur, los de Lagunilla en la furgoneta, Constancio, creo se llamaba su propietario. Allí tenía ya a casi todos; algunos no pudieron acudir por circunstancias diversas, quienes estuvieron fueron mi mayor alegría y mejor regalo del día.
La comida, se hizo en casa de mi madre. Los días antes, ella, en compañía de la abuela Valentina, habían dejado todo organizado y dispuesto. Se habían preparado los mejores manjares, tanto en carnes, frutas, bebidas para los mayores y pequeños, café, dulces y otras confituras, y tampoco faltaron los puros para los fumadores. Como no había bastante espacio en el comedor para todos los asistentes, mi padre tenía preparado el dormitorio que compartía con mis hermanos para que hiciera de comedor suplementario de la gente menuda; desmotó el armario y camas, y desplegó mesas y sillas que los vecinos nos habían prestado. Parte de parte de la vajilla y cubertería, también eran prestadas. En mi niñez, la relación con los vecinos era muy próxima y entre todos se ayudaban y, en los eventos como éste, en familias como la nuestra, al celebrarlos dentro del hogar, se recurría sin pudor a la ayuda de los vecinos; en otras ocasiones, estos recurrieron a la solidaridad de mis padres en situaciones similares o asuntos de otra índole, pero en los que es necesario el auxilio de otros.
Por supuesto, los vecinos también eran agasajados, en nuestro caso, mis padres habían dispuesto unos aperitivos de la matanza casera, con vinos, cerveza y gaseosa, además de los ricos dulces llegados de los pueblos de mis padres.
En la fotografía, aparecen todos a los que contribuyeron a hacerme feliz el día de mi Primera Comunión.
En la época en la que me correspondió tomar la comunión, primeros de los sesenta, influenciados por espíritu derivado de la proclamación, por el Obispo catalán Plá y Deniel, de la “Cruzada” contra los defensores de la República, no solamente debíamos asistir a la catequesis dominical, después de la misa obligatoria, sino que entre semana, los meses previos al evento religioso, acudíamos para completar nuestra formación. Aprendíamos, a la vez que se nos adoctrinaba, por medio del catecismo oficial, a ser buenos cristianos, por lo menos, la teoría la aprendíamos, aunque en la prácticamente, las cosas eran bastante distintas en lo que acontecía en el vivir diario de nuestro país. Éramos muy niños para comprender que una cosa eran las buenas intenciones de ese teórico mundo de creyentes y otra muy diferente lo que se hacía. Nos enseñaban a mostrar el recogimiento y devoción que el acto que celebraríamos requería, así como el acto obligatorio de la confesión con el cura en el confesionario parroquial.
En cualquier caso y sin entrar a cuestionar la bondad o no de lo que con tanto énfasis trataban de inculcarnos religiosos y catequistas seglares, recuerdo, con especial cariño, la ilusión que todos los niños teníamos por recibir al Señor que se había sacrificado, hasta entregar su vida, por la humanidad.
Entonces, como ahora, los niños eran los protagonistas y, lo corriente, era que fuéramos vestidos con un trajecito elegante, diferente al que utilizábamos los domingos y festivos del año. Por lo general, en casi todas las familias, se reunían los recursos suficientes para vestir a la niña de blanco, como una pequeña novia, y a los niños con un traje de marinero u otro que les diera un toque de distinción. Como complemento, todos llevábamos guantes flancos enfundando nuestras manos y, entre ellas, el rosario dorado y el misal blanco con el borde de las hojas de color oro, y del cuello, colgando de un cordón de idéntico color, el crucifijo.
También, ese día era importante desde el punto de vista social. Se reunía la familia: abuelos, tíos y primos. Los vecinos y amistades de los padres acudían al acto, nos felicitaban y nos recordaban debíamos ser buenos. Todos juntos acompañaban y daban cobertura a quien comulgaba por primera vez. Después de la ceremonia y besos de los invitados, llegaba el momento de las fotografías, unas con el grupo de compañeros primerizos y el sacerdote oficiante; después, con los padres y hermanos, así como con el resto de las familias, “inmortalizado”, documentalmente esa jornada para la pequeña historia familiar.
Algún regalo también recibíamos. En mi caso, una cadena con una medalla de una virgen, además de útiles y objetos para las tareas escolares. Superada la celebración en la iglesia y cumplida la ilusión; sin embargo, lo mejor era tener junto a nosotros a nuestros seres más queridos que estaban lejos: abuelos, tíos y primos.
A los nervios propios del evento que tenía que vivir, se unían los que me producía el deseo de ver a mis familiares, que estos llegarán bien y puntualmente. Días antes, habían venido los abuelos “Vítor” Valentina que, como siempre que nos visitaban, llegaron con una gran banasta llena de dulces caseros hechos por la abuela y tías.
A primera hora fueron llegando. Por el norte, los familiares de la parte paterna, que lo hicieron por ferrocarril. Desde el sur, los de Lagunilla en la furgoneta, Constancio, creo se llamaba su propietario. Allí tenía ya a casi todos; algunos no pudieron acudir por circunstancias diversas, quienes estuvieron fueron mi mayor alegría y mejor regalo del día.
La comida, se hizo en casa de mi madre. Los días antes, ella, en compañía de la abuela Valentina, habían dejado todo organizado y dispuesto. Se habían preparado los mejores manjares, tanto en carnes, frutas, bebidas para los mayores y pequeños, café, dulces y otras confituras, y tampoco faltaron los puros para los fumadores. Como no había bastante espacio en el comedor para todos los asistentes, mi padre tenía preparado el dormitorio que compartía con mis hermanos para que hiciera de comedor suplementario de la gente menuda; desmotó el armario y camas, y desplegó mesas y sillas que los vecinos nos habían prestado. Parte de parte de la vajilla y cubertería, también eran prestadas. En mi niñez, la relación con los vecinos era muy próxima y entre todos se ayudaban y, en los eventos como éste, en familias como la nuestra, al celebrarlos dentro del hogar, se recurría sin pudor a la ayuda de los vecinos; en otras ocasiones, estos recurrieron a la solidaridad de mis padres en situaciones similares o asuntos de otra índole, pero en los que es necesario el auxilio de otros.
Por supuesto, los vecinos también eran agasajados, en nuestro caso, mis padres habían dispuesto unos aperitivos de la matanza casera, con vinos, cerveza y gaseosa, además de los ricos dulces llegados de los pueblos de mis padres.
En la fotografía, aparecen todos a los que contribuyeron a hacerme feliz el día de mi Primera Comunión.