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MANZANEDA DE OMAÑA: Probablemente una buena parte de los que lean cada...

Probablemente una buena parte de los que lean cada domingo la placa que hay en el atrio de la iglesia de Vegarienza que dice que fue restaurada en 1951 cuando era ecónomo don Abundio, no recordarán al ecónomo restaurador. Era una época en Vega en la que casi sin excepción, cada cual exteriorizaba la pertenencia a un estamento social exhibiendo un tocado propio. Los guardias civiles con el tricornio, el guardarríos con su visera caqui, el cura con su bonete y el resto con boina o pañuelo según sexos. Podía haber alguna mistificación como cuando un cura natural de la zona elegía la boina en vez del bonete. En cualquier caso, eran muy pocos los que exhibían sus cabezas al aire. Hasta los chicos llevaban boina.

Yo conocí a don Abundio cuando mis abuelos se trasladaron de Sosas del Cumbral a Vegarienza y nuestras almas pasaron de la jurisdicción de don Restituto a la del cura de Vega. Desde que leí la placa de la iglesia, fueron muchos los años de extrañeza por no entender la extravagancia de llamar ecónomo a un cura hasta que en un diccionario, herramienta escasa en aquella época, entendí que ecónomo es un “sacerdote destinado en una parroquia por el prelado para que haga las funciones de párroco, por vacante, enfermedad o ausencia del propietario“. Yo tenía experiencia de definiciones tortuosas del diccionario, que requerían a su vez buscar otros significados que terminaban dejándote más confuso aún o devolviéndote a la palabra con la que habías iniciado la búsqueda, por lo que refrené a tiempo la tentación de averiguar que era un prelado.

A don Abundio se le veía siempre vestido con sotana, gafas de gruesos cristales, el bonete de seminarista calado hasta las cejas, el breviario en las manos y una sonrisa en su cara coloradota que invitaba a la proximidad. No se precisar que edad tenía pero creo que era joven, quizá por eso lo de ser ecónomo y no tener la parroquia en propiedad, pero estuvo muchos años en Vega pastoreando nuestras almas con sencillez y sin apabullarnos con el dogma. Vivía al lado del panadero, en una casa modesta a la orilla de la carretera, acompañado de una mujer que debía ser su madre o una hermana. No se si los vecinos se ocupaban de proveerle de leña para cocinar y calentarse, lo cierto es que debía pasar algo de frío pues lucía unas manos coloradas e hinchadas por los sabañones que indicaban episodios alternos de frío y calor excesivo. O quizás fuera la huella de los fríos pasados en el seminario.

Siendo nieto de mis abuelos era fácil concluir que terminaría siendo monaguillo. Con seis o siete años mi abuelo empezó a entrenarme a partir de las frases en latín que contenía el catecismo del padre Astete bajo el epígrafe “Modo de ayudar a Misa” que tuve que aprender de memoria. En el escaño de la cocina, mientras comíamos las sopas de ajo que mi abuela había preparado para la cena, mi abuelo hacía de cura y yo contestaba con voz engolada tal como había oído a los monaguillos experimentados mientras asistía a Misa sentado en los bancos laterales que flanqueban el altar. Me atasqué durante una temporada en la secuencia de Kyrie eleyson y Christe eleyson continuados, pero cuando lo superé mi abuelo habló con don Abundio que en la primera ocasión me dio la oportunidad de oficiar como segundo monaguillo.

La primera vez entré un poco asustado a la sacristía y empecé a fijarme en todo lo que allí sucedía. Mi primera tarea fue la que probablemente era más engorrosa, consistente en soplar hasta el mareo los carboncillos del incensario para ponerlos al rojo y produjeran buena cantidad de humo del incienso. Al poco sabía como presentarle por la espalda el cíngulo con el que don Abundio se ceñía un alba inmensa a la altura adecuada y le apretaba el manípulo hasta el punto justo, mientras él murmuraba alguna oración propia del paso de simple cura a oficiante de la Santa Misa. Empecé a ayudar a misa de espalda a los fieles, menos pendiente del cura que de las risitas y cuchicheos de los chavales que estaban sentados al lado del altar, aún sabiendo que mi abuelo me vigilaba desde la primera fila del coro y me daría algún coscorrón a la hora de la comida si cometía algún error. Don Abundio siempre fue muy comprensivo con nuestros errores.

También fui el encargado de pasar la cesta de la limosna con resultados más bien escasos, que arrojaban unas pocas perras chicas y gordas y raramente algún real, hasta que llegado el verano la recaudación aumentaba con algunos veraneantes pudientes, como doña Amelia y otros que soltaban algún billete. Al cabo de unos meses pasé a ser el primer monaguillo y, aún de espaldas, sabía por donde iba mi ayudante pidiendo limosna por la cadencia del tintineo de las monedas y los silencios que correspondían a los que nunca echaban nada o al billete de doña Amelia y de algún otro veraneante con posibles. De esta cesta salía la peseta que los domingos nos daba don Abundio a los monaguillos, que indefectiblemente terminaban en el cajón de Selima la cantinera. Pasaron los meses y cuando dejé de vivir con los abuelos perdí la plaza de monaguillo y pasé a ser uno más que asistía a los ritos como fiel, aunque fiel entendido en todo lo que pasaba en la sacristía.

La misa era el mayor acto de socialización en el pueblo y allí nos encontrábamos todos los habitantes y algunos más que llegaban de El Castillo y Garueña, salvo los que pasaban por rojos (ver Por aquí no pasó la guerra). Sin duda era una buena época para los asuntos del alma, pues las misas y rosarios tenían el lleno asegurado. Todos vestidos con nuestras mejores galas que siempre eran las mismas, salvo gente más pudiente como doña Amelia, los de Senén, los de Gallo y algún otro veraneante. Los hombres en mangas de camisa y con la inseparable boina, las mujeres con velo, los brazos cubiertos y piernas con medias, que entraban nada más llegar a la iglesia para tomar posesión de sus reclinatorios e ir adelantando rezos. Generalmente se llegaba a la iglesia con antelación pues era el único día de ocio entre tanta actividad campesina. Allí esperábamos hasta la hora de entrar, que a veces se demoraba esperando a que don Abundio llegara todo apurado de la misa que decía en Garueña o en algún otro pueblo de su jurisdicción. Aunque me reconcomía la duda, nunca me atreví a preguntarle si los curas pecaban al comulgar varias veces el domingo ya que en la catequesis nos habían dicho que solo se podía comulgar una vez al día y tras ayuno obligatorio desde las doce de la noche del día anterior. O eso o las hostias que usaban eran de mentira. La duda permanente en que sumía nuestras tiernas mentes tanta doctrina, tanto milagro y la exigencia absoluta de ser buenos.

Durante la espera los hombres se reunían en el atrio en una especie de concejo informal, hablando de asuntos del pueblo de los que habría que decidir en el concejo de verdad, apurando el último de aquellos desgarbados cigarrillos liados con picadura antes de entrar en misa. Los que aún les quedaba una buena colilla cuando el monaguillo avisaba con la campanilla que empezaba la misa, la dejaban entallada entre dos piedras de la pared para retomarla a la salida. Los chavales esperábamos la llamada de la campanilla en los dos muretes que partían de la puerta del recinto y que llegaban hasta el atrio, a un lado los chicos y enfrente las chicas, a la escasa sombra del acebo que cada domingo perdía unas cuantas hojas a manos de los que acariciaban las hojas tiernas, flexibles y suaves como piel de bebé, y los que se curtían apuñando con saña las ya rebordeadas de espinas duras.