Entretanto el resto de los hermanos y primos habrían pasado la tarde tan ricamente, sin sobresaltos, y cenarían su huevo correspondiente sin importarles lo que había costado conseguirlos. A veces pensé que era preferible ser gallina y poner los huevos por mi mismo aunque te doliera el culo, en vez de jugarte la vida en Garueña.
Vaya usted a saber si mis problemas coronarios son consecuencia de lo mal que he comido o de aquellos sustos perrunos que me dejaron el corazón tocado. Ahora yo a régimen de huevos y cualquier alimento que los contenga, es decir muchos, y todos mis hermanos y primos comiendo de todo y a esgarrapellejo. Está claro que la primogenitura cuando no hay una buena herencia de por medio, es más un inconveniente que una ventaja.
Cuando en Garueña se acababan los huevos, la incursión había que hacerla en Santibáñez o Guisatecha, donde no nos conocían en las casas y los perros eran igual de fieros. Y con casi todos ellos habíamos tenido algo que ver en viajes en bicicleta a por puntas o alambre a casa de Fidel, por lo que los malos ratos eran similares. Y es que casi todos los perros de por allí eran fieros defensores de sus quince metros de camino. Sobre todo el de la molinera del Castillo, que tan malos ratos me hacía pasar yendo en bicicleta río abajo a llevarle la merienda a mi padre cuando pescaba por la zona de La Omañuela.
De toda Omaña solo con dos perros tuve una convivencia razonable. El Pol del abuelo, un pacífico setter irlandés al que le costaba gruñir como los canes nativos, y el Jay de tío Baldomino, un pointer que se pasaba la mayor parte del día dormido, soñando con las codornices que iba a cazar cuando viniera el primo Paco. Y justo en aquellas dos casas era el único sitio en que los huevos no había que comprarlos, solo había que cogerlos de los nidales. Creo que los dos benditos Pol y Jay, murieron también en la carretera cumpliendo con su deber de morder las ruedas del autobús de Beltrán, en alguno de los cuatro viajes diarios con que trastocaban la placidez de sus siestas al borde de la carretera. Nadie pareció reparar que en aras del progreso, se les faltaba al derecho de aquellos perros de Omaña a disfrutar su siesta en paz a la vera del camino, que les pertenecía desde tiempo inmemorial. Descansen en paz.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
Imagen tomada de: blogdeceuta. com. Composición de David García Sánchez
http://lembranzas. wordpress. com/tag/perros-de-omana/
Vaya usted a saber si mis problemas coronarios son consecuencia de lo mal que he comido o de aquellos sustos perrunos que me dejaron el corazón tocado. Ahora yo a régimen de huevos y cualquier alimento que los contenga, es decir muchos, y todos mis hermanos y primos comiendo de todo y a esgarrapellejo. Está claro que la primogenitura cuando no hay una buena herencia de por medio, es más un inconveniente que una ventaja.
Cuando en Garueña se acababan los huevos, la incursión había que hacerla en Santibáñez o Guisatecha, donde no nos conocían en las casas y los perros eran igual de fieros. Y con casi todos ellos habíamos tenido algo que ver en viajes en bicicleta a por puntas o alambre a casa de Fidel, por lo que los malos ratos eran similares. Y es que casi todos los perros de por allí eran fieros defensores de sus quince metros de camino. Sobre todo el de la molinera del Castillo, que tan malos ratos me hacía pasar yendo en bicicleta río abajo a llevarle la merienda a mi padre cuando pescaba por la zona de La Omañuela.
De toda Omaña solo con dos perros tuve una convivencia razonable. El Pol del abuelo, un pacífico setter irlandés al que le costaba gruñir como los canes nativos, y el Jay de tío Baldomino, un pointer que se pasaba la mayor parte del día dormido, soñando con las codornices que iba a cazar cuando viniera el primo Paco. Y justo en aquellas dos casas era el único sitio en que los huevos no había que comprarlos, solo había que cogerlos de los nidales. Creo que los dos benditos Pol y Jay, murieron también en la carretera cumpliendo con su deber de morder las ruedas del autobús de Beltrán, en alguno de los cuatro viajes diarios con que trastocaban la placidez de sus siestas al borde de la carretera. Nadie pareció reparar que en aras del progreso, se les faltaba al derecho de aquellos perros de Omaña a disfrutar su siesta en paz a la vera del camino, que les pertenecía desde tiempo inmemorial. Descansen en paz.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
Imagen tomada de: blogdeceuta. com. Composición de David García Sánchez
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