En nuestra dieta veraniega en Vegarienza, los huevos con patatas fritas eran una pieza fundamental cada noche. Daban mucho juego pues aquellas yemas grandes y rojizas permitían mojar tanto pan como el hambre aconsejase y complementado con un buen tazón de leche fría con sus correspondientes migotes de pan, ayudaban a pasar la noche sin que las tripas rugieran demasiado.
Por muy bien alimentadas que estuvieran las quince o veinte gallinas de la abuela, eran incapaces de poner huevos suficientes para aquel regimiento de veinticinco o treinta personas y que sobrara alguno para dar rienda suelta a los afanes pasteleros de aquellas mujeres que siempre andaban horneando mazapanes, magdalenas, canutillos de crema, brazos de gitano, rosquillas, natillas y otras exquisiteces que tenían como ingrediente indispensable el huevo.
Ante tal escasez era necesario proveerse de más huevos para alimentar a aquella caterva hambrienta, que tenía la mala costumbre de cenar todas las noches. En Vega era inútil buscar huevos en otras casas pues había muchos veraneantes y toda la producción solía estar comprometida, por lo que había que buscarlos en los pueblos próximos. Los más cercanos eran El Castillo y Aguasmestas, pero allí había menos gallinas que habitantes y hubiera sido inútil preguntar. Garueña distante unos tres kilómetros por el camino de Sosas era el siguiente pueblo más próximo, todas las casas tenían gallinas, por el camino solo discurría algún carro de vacas y la Guzzi de Antonio el guardamontes por lo que el mayor peligro del trayecto era pisar una boñiga fresca de vaca.
Se daba también la circunstancia de que era el pueblo del tío Balbino, padre de mi primo Jose, donde aún vivían su abuela y algunos tíos y mi primo pasaba allí algunas semanas del verano con lo que se conocía al dedillo cada casa y era una buena recomendación ante las mujeres que vendían huevos. Por todo ello era el destino más frecuente de las incursiones hueveriles. Para mi Garueña siempre tuvo resonancia cartaginesa por los nombres de algunos vecinos como Aníbal y Amílcar y fama de gente industriosa, aficionada a la carpintería y hábiles forgando palos.
En esta tarea de aprovisionamiento los chavales teníamos un papel fundamental. Al haber dinero de por medio y dado que la fragilidad de la mercancía exigía ser cuidadoso, la tarea era encomendada a los mayores con lo que el primo Jose y yo éramos los habituales compradores de huevos. Ciertamente era una tarea poco agradecida y de riesgo como se verá, por la idiosincrasia de los perros omañeses dueños y señores del trozo de camino que discurría delante de sus casas.
Sabíamos que los huevos y la bicicleta eran incompatibles, pero siempre que nos mandaban por huevos hacíamos la intentona de ir en bicicleta con lo que a las mujeres les entraban los siete males imaginando el entrechocar de huevos en cada rebote de la huevera colgada del manillar. Nos repetían machaconamente que no fuéramos alocados, que no nos pasase como “al que asó la manteca”, repetiéndonos el archisabido cuento del tonto al que mandaron en pleno verano por mantequilla a otro pueblo y se demoró tanto que cuando llegó a casa no encontró la mantequilla, que se había derretido por no protegerla del sol. Sus padres le dijeron “Tonto, más que tonto. Debías haber metido la mantequilla en cada fuente del camino”. El muchacho tomó buena cuenta del consejo y lo puso en práctica la siguiente vez que le enviaron a comprar. El problema fue que le mandaron a por un saco de sal que metió en todas las fuentes que encontró en el camino, con lo que la sal se disolvió y el resultado fue similar al de la mantequilla. Y la bronca también.
Así que allá nos íbamos andando por un camino de tierra, con una huevera de alambre de forma esférica y una bolsa moruna de cuero con el culo redondo, el dinero bien apuñado en la mano y retumbándonos en la cabeza las cien veces que nos habían dicho que estuviéramos atentos a las cuentas y que no fuera a pasar como la última vez que habíamos traído varios huevos cascados.
Aún sabiendo que la mantequilla y la sal del cuento no tenía mucho que ver con los huevos, salíamos de Vega concienciados de que no podíamos distraernos y nos jurábamos que esta vez seríamos capaces de volver con todos los huevos intactos. El camino de ida lo hacíamos sin entretenernos por miedo a perder el dinero, aunque si comentábamos lo que nos hubiera gustado hacer en cada curva del camino o cada pozo del río de no ser responsables de una misión tan trascendente. Tardábamos casi una hora en hacer el trayecto, lo que era demasiado tiempo resistiendo la tentación de poner en práctica tanta idea como se nos ocurría. Cuando llegábamos saludábamos a la abuela de mi primo, bebíamos agua del botijo y si la tía Delia había hecho mazapán reponíamos algo nuestras fuerzas, que buena falta nos iba a hacer pues entonces empezaba lo duro de la misión.
En Omaña las casas de labranza obedecían basicamente a dos distribuciones típicas, según tuvieran una o dos puertas al camino. Cuando la casa solo tiene una puerta esta es grande y con dos hojas para que quepa el carro, de ahí que se le denomine puerta carretera, por la que acceden al interior tanto las personas como los animales. Da acceso al corral, a las cuadras y a la vivienda que generalmente está al fondo del recinto. Mi impresión es que esta tipología es la más antigua y eran las más abundantes en Garueña. En el otro tipo de casas la vivienda tiene puerta al camino y adosados a la casa como estructura independiente están el corral, las cuadras y el pajar, accediéndose desde la casa al conjunto por una puerta interior. Desde el camino el carro y los animales acceden al corral y cuadras por la segunda puerta, la carretera.
A la hora de comprar huevos había diferencias fundamentales entre estas dos tipologías de casas. Si se trataba de una casa del segundo tipo con la puerta de la vivienda al camino, llamábamos a esta puerta y la señora nos oía fácilmente desde la cocina o cualquier habitación. Otra diferencia fundamental era que el perro de la casa solía estar tumbado en el camino, delante de la fachada, y esa visión directa del animal solía facilitar las cosas, pues podíamos silbarle o hacerle carantoñas lo que nos permitía conocer de que humor estaba. Si no estábamos muy seguros del genio del perro, podíamos llamar a la señora desde el otro lado del camino, sin acercarnos a la casa, siendo así más fácil sortear el obstáculo que suponía el perro guardián.
Por muy bien alimentadas que estuvieran las quince o veinte gallinas de la abuela, eran incapaces de poner huevos suficientes para aquel regimiento de veinticinco o treinta personas y que sobrara alguno para dar rienda suelta a los afanes pasteleros de aquellas mujeres que siempre andaban horneando mazapanes, magdalenas, canutillos de crema, brazos de gitano, rosquillas, natillas y otras exquisiteces que tenían como ingrediente indispensable el huevo.
Ante tal escasez era necesario proveerse de más huevos para alimentar a aquella caterva hambrienta, que tenía la mala costumbre de cenar todas las noches. En Vega era inútil buscar huevos en otras casas pues había muchos veraneantes y toda la producción solía estar comprometida, por lo que había que buscarlos en los pueblos próximos. Los más cercanos eran El Castillo y Aguasmestas, pero allí había menos gallinas que habitantes y hubiera sido inútil preguntar. Garueña distante unos tres kilómetros por el camino de Sosas era el siguiente pueblo más próximo, todas las casas tenían gallinas, por el camino solo discurría algún carro de vacas y la Guzzi de Antonio el guardamontes por lo que el mayor peligro del trayecto era pisar una boñiga fresca de vaca.
Se daba también la circunstancia de que era el pueblo del tío Balbino, padre de mi primo Jose, donde aún vivían su abuela y algunos tíos y mi primo pasaba allí algunas semanas del verano con lo que se conocía al dedillo cada casa y era una buena recomendación ante las mujeres que vendían huevos. Por todo ello era el destino más frecuente de las incursiones hueveriles. Para mi Garueña siempre tuvo resonancia cartaginesa por los nombres de algunos vecinos como Aníbal y Amílcar y fama de gente industriosa, aficionada a la carpintería y hábiles forgando palos.
En esta tarea de aprovisionamiento los chavales teníamos un papel fundamental. Al haber dinero de por medio y dado que la fragilidad de la mercancía exigía ser cuidadoso, la tarea era encomendada a los mayores con lo que el primo Jose y yo éramos los habituales compradores de huevos. Ciertamente era una tarea poco agradecida y de riesgo como se verá, por la idiosincrasia de los perros omañeses dueños y señores del trozo de camino que discurría delante de sus casas.
Sabíamos que los huevos y la bicicleta eran incompatibles, pero siempre que nos mandaban por huevos hacíamos la intentona de ir en bicicleta con lo que a las mujeres les entraban los siete males imaginando el entrechocar de huevos en cada rebote de la huevera colgada del manillar. Nos repetían machaconamente que no fuéramos alocados, que no nos pasase como “al que asó la manteca”, repetiéndonos el archisabido cuento del tonto al que mandaron en pleno verano por mantequilla a otro pueblo y se demoró tanto que cuando llegó a casa no encontró la mantequilla, que se había derretido por no protegerla del sol. Sus padres le dijeron “Tonto, más que tonto. Debías haber metido la mantequilla en cada fuente del camino”. El muchacho tomó buena cuenta del consejo y lo puso en práctica la siguiente vez que le enviaron a comprar. El problema fue que le mandaron a por un saco de sal que metió en todas las fuentes que encontró en el camino, con lo que la sal se disolvió y el resultado fue similar al de la mantequilla. Y la bronca también.
Así que allá nos íbamos andando por un camino de tierra, con una huevera de alambre de forma esférica y una bolsa moruna de cuero con el culo redondo, el dinero bien apuñado en la mano y retumbándonos en la cabeza las cien veces que nos habían dicho que estuviéramos atentos a las cuentas y que no fuera a pasar como la última vez que habíamos traído varios huevos cascados.
Aún sabiendo que la mantequilla y la sal del cuento no tenía mucho que ver con los huevos, salíamos de Vega concienciados de que no podíamos distraernos y nos jurábamos que esta vez seríamos capaces de volver con todos los huevos intactos. El camino de ida lo hacíamos sin entretenernos por miedo a perder el dinero, aunque si comentábamos lo que nos hubiera gustado hacer en cada curva del camino o cada pozo del río de no ser responsables de una misión tan trascendente. Tardábamos casi una hora en hacer el trayecto, lo que era demasiado tiempo resistiendo la tentación de poner en práctica tanta idea como se nos ocurría. Cuando llegábamos saludábamos a la abuela de mi primo, bebíamos agua del botijo y si la tía Delia había hecho mazapán reponíamos algo nuestras fuerzas, que buena falta nos iba a hacer pues entonces empezaba lo duro de la misión.
En Omaña las casas de labranza obedecían basicamente a dos distribuciones típicas, según tuvieran una o dos puertas al camino. Cuando la casa solo tiene una puerta esta es grande y con dos hojas para que quepa el carro, de ahí que se le denomine puerta carretera, por la que acceden al interior tanto las personas como los animales. Da acceso al corral, a las cuadras y a la vivienda que generalmente está al fondo del recinto. Mi impresión es que esta tipología es la más antigua y eran las más abundantes en Garueña. En el otro tipo de casas la vivienda tiene puerta al camino y adosados a la casa como estructura independiente están el corral, las cuadras y el pajar, accediéndose desde la casa al conjunto por una puerta interior. Desde el camino el carro y los animales acceden al corral y cuadras por la segunda puerta, la carretera.
A la hora de comprar huevos había diferencias fundamentales entre estas dos tipologías de casas. Si se trataba de una casa del segundo tipo con la puerta de la vivienda al camino, llamábamos a esta puerta y la señora nos oía fácilmente desde la cocina o cualquier habitación. Otra diferencia fundamental era que el perro de la casa solía estar tumbado en el camino, delante de la fachada, y esa visión directa del animal solía facilitar las cosas, pues podíamos silbarle o hacerle carantoñas lo que nos permitía conocer de que humor estaba. Si no estábamos muy seguros del genio del perro, podíamos llamar a la señora desde el otro lado del camino, sin acercarnos a la casa, siendo así más fácil sortear el obstáculo que suponía el perro guardián.