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CANALES: LOS HOJALATEROS (4)...

LOS HOJALATEROS (4)
Fruto de estos, los más lejanos, cuando Lucía apenas había dejado la niñez, fueron sus hijos, primos y sobrinos, todo a la vez.
Los siguientes, —cuando su hermano tuvo que abandonar el clan e iniciar su peregrinaje por caminos diferentes ejerciendo el oficio familiar de chatarrero, lañador y paragüero—, fueron además de hijos, hermanos y sobrinos, que al mismo tiempo hacían padre y abuelo al sucio hojalatero. “Es que —decía Lucía— de noche, en el suelo y sin techo hace ”muncho muncho” frío, y durmiendo “pegaos” se nota menos. Y lo uno trae lo otro, que los hombres “deseguida” s’emburrancan.”
Otros fueron la consecuencia de breves encuentros furtivos al pie de tapias de piedra, en la hierba de las praderas o contra los tableros de las atracciones de feria en las fiestas agosteñas o septembrinas de los pueblos de la montaña en las que coincidían feriantes y chatarreros, con los que agradecía una cacha de caramelo, una manzana confitada, o a los que era simplemente arrastrada por alguno de aquellos nómadas de los caballitos y casetas del pimpampum necesitado de alivio a su lascivia, que debía ser mucha, irresistible e incontrolada, a la vista de las hechuras y suciedad de Lucía.
De aquellas consuetudinarias preñeces, más de una no alcanzó sazón o nació sin vida. Lo parido serviría de alimento a cangrejos y peces del río en cuya ribera se hubiese producido el acontecimiento, con el alivio consiguiente de su familia que no necesitaría alterar su rutina y viajar hasta la capital desde algún pueblo de la ruta que tuviese línea férrea o parada de autobús, para dejar al neonato vivo en la puerta del viejo hospicio, un edificio de fachada plateresca que se hallaba frente a un parque de altos castaños de indias y con un enorme Neptuno, —terrible dios del mar y agitador de la tierra, que fue devorado por su propio padre—, en el centro.
En estos casos el hojalatero procuraba quitar de en medio la criatura lo antes posible, porque la primera vez, por seguir sin alterar la ruta preestablecida, al llegar a la capital el crío tenía dos o tres meses y Lucía había organizado tal escandalera de gritos y lloros cuando tuvo que dejar al niño que no fue capaz de apaciguarla ni con los métodos manuales habituales ni con el más extraordinario de la correa del cinto. Cuando la tonta se calmó estuvo sin hablar más de dos semanas.