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CANALES: ¡Hola Pilarina, pues aquí va otro recuerdo de aquel...

El Galgón fue un lugar especial para muchas personas del pueblo y de la zona. Era el lugar donde la gente se bañaba. Donde las tardes calurosas del verano te refrescabas... donde merendabas a la orilla del rio. Hoy ese lugar ha cambiado.
pero lo recuerdos no.

Os dejo el recuerdo del Luis Mateo: ¡Aquel verano del 47...!

AQUEL VERANO DEL 47 EN LA MAGDALENA…. (Por Luis Mateo Diez)

El del 47 es el verano más antiguo del que tengo memoria. La memoria infantil es caprichosa, pero fiel, determina recuerdos imprevisibles que en la distancia no parecen tener especial significado y, sin embargo, los detalles son de enorme intensidad.
Hay dos sensaciones primitivas de ese verano que imprimen huella entre el miedo y el llanto que pervive con parecida inclemencia.
La primera deriva de mi precaria condición de jinete y, para mi desgracia, hay constancia fotográfica de mi falta de valor en contraste con el gesto confiado de mi hermano Miguel que en aquel verano ya había montado todos los burros de las vegas del rió Luna y hasta habia recibido en la cara la coz de un mulo sin por ello desistir de su afición.
El mismo llanto y miedo de la precaria cabalgadura, pero en condiciones todavía más desesperadas, me acometió en aquel agosto en las aguas del mismo rió en el lugar de nuestros baños, un pozo llamado EL GALGÓN, donde las truchas, las anguilas y las nutrias convivian sin mucha inquietud con las algarabías de los bañistas.
Debía de ser la tercera o cuarta vez que yo buceaba- y debo aclarar que todos los niños del Luna nacían nadando sin problemas- y el coletazo que sentí en la espalda me hizo boquear entre el espanto y la sorpresa, convencido en un instante de que todos los habitantes de las profundidades se confabulaban contra mí. Recuerdo haber ido a la deriva aguas abajo, flotando como un madero con el cuerpo estremecido por el vértigo de las escamas.

Los bichos del mundo, los de tierra firme y los fluviales, comenzaban a jugarme las malas pasadas que irian incrementando a lo largo de mi vida el temor y respeto que siempre les tuve. El verano anterior ya me había mordido el primer perro y al siguiente un gallo loco, de la Cándana para más señas, me persiguió desde el gallinero hasta el escaño de la cocina de mi abuela Guadalupe, donde me tuvo más de un cuarto de hora acorralado. Todavía iba a tardar más de diez años en montar con solvencia los pollinos de la vega, casi al mismo tiempo que tardaria en hacerlo en la GUZZI de mi tío Esteban y no mucho menos de los que me quedaban para pescar a mano las primeras truchas.
Pero el verano del 47, más allá de éstos contratiempos menores, fue el verano en que mi hermano Antón y yo asomamos como dos caballeros al mundo de los adultos: entramos en sociedad con esa conciencia más o menos ilusa de quien es invitado a un gran acontecimiento. La mia más que ilusa debía ser temerosa y timorata, pero mi hermano Antón no solo era el niño más lustroso y guapo de todo el Ayuntamiento de Soto y Amio, eran tan dicharachero y decidido que siempre posaba en las fotos con la ostentación de su arrolladora simpatía y saludaba a todo el mundo interesándose por la salud de la familia. El invierno anterior, con su amigo Pepin Vaquero, habia acudido a un velatorio en el pueblo y los deudos y los parientes desolados vieron como aquellos dos niños cruzaban circunspectos la estancia, se acercaban a la viuda y le decían al unísono y con mucho sentimiento:”Dña Tina, venimos a darle al enhorabuena”.

Como me gusta este relato me he reido con ganas. Gracias Naye

¡Hola Pilarina, pues aquí va otro recuerdo de aquel verano escrito por Luis Mateo. Espero también te rías un poco.

2 parte de Luis Mateo Diez: Aquel verano del 47.

EL ACONTECIMIENTO al que fuimos invitados mi hermano Antón y yo era una boda, que se celebraba en un pueblo cercano. Nuestros padres estaban ausentes y a la madre de la novia se le ocurrió que asistiésemos nosotros, que aunque no había niños, podíamos pasarlo muy bien. Fue un requerimiento caprichoso, una de esas ocurrencias tan cariñosas como espontáneas, y, cuando la chica de mi abuela María comenzó a vestirnos y a repeinarnos, yo sentí ese temor que deriva directamente de la timidez, al contrario de mi hermano Antón que, como era habitual en él, solicitaba más colonia de la debida, complacido por la responsabilidad que asumíamos en aquella celebración.
Recuerdo que la furgoneta del panadero nos dejó en la casa de la novia y que ya allí, antes de ir a la iglesia, fuimos impelidos a desayunar, cosa que habíamos hecho con una exagerada proliferación de bollos, galletas, bizcochos y mazapanes. Yo mojaba todo lo que Antón mojaba en el chocolate y miraba preocupado la punta de la nariz salpicada de azúcar nevado de los dulces. Las manchas de chocolate en el peto de mi pantalón suscitaron un llanto culpable cuando me percaté de ellas, pero Antón usó con habilidad la servilleta para disimulármelas. Su nariz fue muy festejadas por las amigas de la novia, que nos llevaron de la mano a la iglesia.
De la ceremonia solo recuerdo el aroma de los lirios y el incienso. Sé que estuve dormido sobre el hombre de Antón, que se mantenía tieso y sonriente en el banco, aceptando el halago de todos los que miraban divertidos aquel niño tan saludador y pizpireto. En el banquete nos situaron en el extremo de la mesa más larga; más festejados al comienzo y progresivamente desprendidos de la atención de los comensales, aunque con la consideración de que nada nos faltase.
Las tres horas y me dia que duró el banquete fueron ofreciendo un progresivo panorama entrañable y festivo, en el que los dieciséis platos del menú hacían costosa y exaltada la supervivencia. Antón dirimía la responsabilidad de nuestra representación familiar aceptando agradecido todo lo que caía en nuestros platos y disimulaba la caída de los botones que se le iban saltando del pantalón, mientras yo porfiaba lloroso por aflojar el peto. Del apetito habíamos pasado al inminente empacho como dos boas minúsculas y ahítas. Pero todavía faltaban los postres, y lo que en nuestros platos pudo caer de tartas, natillas, brazo de gitano, y frutas almibaradas, no era posible contabilizarlo. La sonrisa de Antón se transformaba en un gesto compungido y yo contenía el llanto vislumbrando con horror las bandejas de sequillos, los hojaldres y los almendrados.
Parece que fue mi tío Miguel quien recogíó de debajo de la mesa, donde generoso mantel de lino cubria el sueño de nuestra indigestión, a los dos sobrinos tan guapos y festejados. Allí los habían dejado reposar, respetando su sueño de ángeles glotones, Era, como digo, el verano del 47, un tiempo antiguo y precario en el que la gente cuando podía se vengaba de la escasez tirando la casa por la ventana.