De: Margarita Álvarez Rodríguez, profesora, investigadora y escritora de la varios libros entre ellos:"El habla tradicional de la Omaña Baja"
Yo no fui al colegio, fui a la escuela…
Aprendí mis primeras letras en una escuela unitaria de un pueblín de Omaña, en León. Omaña es una comarca leonesa en la que, pese a la poca población de sus pueblines y sus malas comunicaciones, hasta los años 60 del siglo XX, siempre hubo una escuela en la que aprender a leer y las cuatro reglas. Se puede decir que el índice de anafalbetismo era mínino o nulo. Existieron, incluso, en la primera mitad del siglo, famosas escuelas dirigidas por dómines, en que se enseñaba latín.
Cuando teníamos unos cuatro años, los omañeses comenzábamos a ir a la escuela. Contemplábamos el proceso de aprendizaje de los rapaces mayores y nacía en nosotros rápidamente el deseo de aprender a leer. Leyendo, podíamos sumergirnos en la magia de historias similares a aquellas que nuestros mayores, en los filandones de las noches invernales, nos habían hecho leer en sus labios. A medida que desentrañábamos el sentido de las letras y nos adentrábamos en los libros, comprendíamos que aquellas páginas escritas eran más que un objeto: eran un tesoro de imaginación y sabiduría. Maestro, (más bien, maestra) y escuela, (“la casa la escuela”), eran dos bellas palabras que identificábamos con el respeto y el deseo de aprender. En la mayoría de los pueblos la escuela era unitaria y nos juntábamos unos pocos guajes de distintos niveles. Esos niveles eran, en realidad, los que marcaban nuestros deseos de aprender y los tres grados de las enciclopedias Álvarez y del catecismo.
Hace 50 años, en aquellas pequeñas escuelas, el material didáctico era escaso: mapas en los que podíamos localizar lugares lejanos como Pernambuco y otros en los que también aprendíamos que León comprendía cinco provincias: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia. Años después, no supe nunca cuándo ni por qué, a la región de León se le quitaron dos de esas provincias: Valladolid y Palencia. También aprendimos que los de esa región éramos leoneses y los de Castilla, castellanos. Los guajes leoneses actuales han perdido ya su identidad geográfica y política, y hasta están perdiendo la cultural.
La biblioteca escolar con que contábamos entonces era mínima y los libros estaban muy desgastados por el uso. Recuerdo que un libro de lectura que nos seducía de forma extraordinaria era el titulado “Lecturas de Oro”, de Ezequiel Solana. También leíamos y releíamos el libro “Corazón” de Amicis (las peripecias de Marco en su viaje de “De los Apeninos a los Andes”). De pocos más materiales disponíamos, salvo el encerado, la pizarra personal (escribir y borrar: ¡eso sí que era reciclar!), el pizarrín y el cabás. Había dos tipos de pizarrines: los duros y los blandos, que eran más estimados, porque se deslizaban con más facilidad y el esfuerzo para escribar era menor. Luego llegaría la pluma que se mojaba con la tinta que contenía el tintero, y con ella empezábamos a usar los cuadernos. Y si adeprendíamos bien, salíamos bien enseñados, y, poco a poco, abandonábamos la escuela y nos íbamos a estudiar a la capital.
Aquellos padres que tenían solo estudios muy irregulares y elementales tuvieron el acierto de prescindir del trabajo de sus hijos, con notable esfuerzo económico y rectitud moral, para enviarnos a estudiar a la ciudad con la ilusión de que “fuéramos más que ellos”. Y nosotros nos esforzábamos para conseguir y mantener una beca que nos permitía continuar estudios. Desde aquí un homenaje a esos padres que, desde su escasa formación y desde aldeas remotas, consiguieron que sus hijos fuéramos universitarios. También mi homenaje para los maestros, que con esfuerzo e ilusión hacían nuestros sus conocimientos y despertaban en nosotros el deseo de conocer otros mundos.
Aquellos niños, que completábamos la alimentación con la leche en polvo, queso y mantequilla que llegaba a nuestras escuelas de la ayuda americana, que nos calentábamos con una mísera estufa de leña que debíamos encender y atizar nosotros mismos, que llegábamos a veces a la escuela por una pequeña buelga espaleada en la nieve, nos incorporábamos al Bachillerato con un examen de ingreso (¡con solo diez años!). Aquel examen de ingreso nos introducía en el instituto y en el mundo urbano. Más tarde vendrían la Reválida de Grado Elemental (14 años), la de Grado Superior (a los 16) y la Prueba de Madurez del Preuniversitario que nos daba acceso a la universidad. Y después de tanta exigencia académica, no tenemos ningún trauma: ¡hemos sobrevivido en cuerpo y espíritu!
¿Y cuál fue la clave? A pesar de que el método educativo no era el mejor de los posibles, el deseo de aprender y el temer asumido que se aprende, desde el respeto y con esfuerzo, nos llevó a valorar los conocimientos académicos y a las personas que los transmitían.
En la educación de entonces todo estaba basado en el sí señor y el mande usted. Y si éramos un poco díscolos en la escuela, nos castigaban de rodillas con los brazos en cruz, y cuando llegábamos a casa el castigo se duplicaba y recibíamos una galleta, un níspero, unas ñalgadas, un torniscón, un mosquilón, una tulipanda, nos calentaban el culo o nos zurraban la badana. Pero, en general, obedecíamos y no eran necesarios esos castigos. Éramos niños bien mandaos, porque si alguno era menos diligente, pronto era acusado de folgacián. Aunque había poco tiempo para folgar, pues a los niños se nos encomendaban muchas responsabilidades y esforzados trabajos. Poco tiempo nos quedaba para jugar, pero aprovechábamos a la caída de la tarde, en verano, para juntarnos la rapacería y correr por las calles, eras y huertas. La maya, era uno de los juegos preferidos. Así, a pesar de que los pueblos eran pequeños, a la tardecina, en el buen tiempo, se oía un buen jingrio, porque se reunía todo el comicio. En invierno, en las veladas o filandón, nos entreteníamos jugando al enduño, contando cusillinas u oyendo romances y leyendas a nuestros mayores. Esa literatura oral tan leonesa que quizá explique la eclosión literaria actual.
Yo no fui al colegio, fui a la escuela…
Aprendí mis primeras letras en una escuela unitaria de un pueblín de Omaña, en León. Omaña es una comarca leonesa en la que, pese a la poca población de sus pueblines y sus malas comunicaciones, hasta los años 60 del siglo XX, siempre hubo una escuela en la que aprender a leer y las cuatro reglas. Se puede decir que el índice de anafalbetismo era mínino o nulo. Existieron, incluso, en la primera mitad del siglo, famosas escuelas dirigidas por dómines, en que se enseñaba latín.
Cuando teníamos unos cuatro años, los omañeses comenzábamos a ir a la escuela. Contemplábamos el proceso de aprendizaje de los rapaces mayores y nacía en nosotros rápidamente el deseo de aprender a leer. Leyendo, podíamos sumergirnos en la magia de historias similares a aquellas que nuestros mayores, en los filandones de las noches invernales, nos habían hecho leer en sus labios. A medida que desentrañábamos el sentido de las letras y nos adentrábamos en los libros, comprendíamos que aquellas páginas escritas eran más que un objeto: eran un tesoro de imaginación y sabiduría. Maestro, (más bien, maestra) y escuela, (“la casa la escuela”), eran dos bellas palabras que identificábamos con el respeto y el deseo de aprender. En la mayoría de los pueblos la escuela era unitaria y nos juntábamos unos pocos guajes de distintos niveles. Esos niveles eran, en realidad, los que marcaban nuestros deseos de aprender y los tres grados de las enciclopedias Álvarez y del catecismo.
Hace 50 años, en aquellas pequeñas escuelas, el material didáctico era escaso: mapas en los que podíamos localizar lugares lejanos como Pernambuco y otros en los que también aprendíamos que León comprendía cinco provincias: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia. Años después, no supe nunca cuándo ni por qué, a la región de León se le quitaron dos de esas provincias: Valladolid y Palencia. También aprendimos que los de esa región éramos leoneses y los de Castilla, castellanos. Los guajes leoneses actuales han perdido ya su identidad geográfica y política, y hasta están perdiendo la cultural.
La biblioteca escolar con que contábamos entonces era mínima y los libros estaban muy desgastados por el uso. Recuerdo que un libro de lectura que nos seducía de forma extraordinaria era el titulado “Lecturas de Oro”, de Ezequiel Solana. También leíamos y releíamos el libro “Corazón” de Amicis (las peripecias de Marco en su viaje de “De los Apeninos a los Andes”). De pocos más materiales disponíamos, salvo el encerado, la pizarra personal (escribir y borrar: ¡eso sí que era reciclar!), el pizarrín y el cabás. Había dos tipos de pizarrines: los duros y los blandos, que eran más estimados, porque se deslizaban con más facilidad y el esfuerzo para escribar era menor. Luego llegaría la pluma que se mojaba con la tinta que contenía el tintero, y con ella empezábamos a usar los cuadernos. Y si adeprendíamos bien, salíamos bien enseñados, y, poco a poco, abandonábamos la escuela y nos íbamos a estudiar a la capital.
Aquellos padres que tenían solo estudios muy irregulares y elementales tuvieron el acierto de prescindir del trabajo de sus hijos, con notable esfuerzo económico y rectitud moral, para enviarnos a estudiar a la ciudad con la ilusión de que “fuéramos más que ellos”. Y nosotros nos esforzábamos para conseguir y mantener una beca que nos permitía continuar estudios. Desde aquí un homenaje a esos padres que, desde su escasa formación y desde aldeas remotas, consiguieron que sus hijos fuéramos universitarios. También mi homenaje para los maestros, que con esfuerzo e ilusión hacían nuestros sus conocimientos y despertaban en nosotros el deseo de conocer otros mundos.
Aquellos niños, que completábamos la alimentación con la leche en polvo, queso y mantequilla que llegaba a nuestras escuelas de la ayuda americana, que nos calentábamos con una mísera estufa de leña que debíamos encender y atizar nosotros mismos, que llegábamos a veces a la escuela por una pequeña buelga espaleada en la nieve, nos incorporábamos al Bachillerato con un examen de ingreso (¡con solo diez años!). Aquel examen de ingreso nos introducía en el instituto y en el mundo urbano. Más tarde vendrían la Reválida de Grado Elemental (14 años), la de Grado Superior (a los 16) y la Prueba de Madurez del Preuniversitario que nos daba acceso a la universidad. Y después de tanta exigencia académica, no tenemos ningún trauma: ¡hemos sobrevivido en cuerpo y espíritu!
¿Y cuál fue la clave? A pesar de que el método educativo no era el mejor de los posibles, el deseo de aprender y el temer asumido que se aprende, desde el respeto y con esfuerzo, nos llevó a valorar los conocimientos académicos y a las personas que los transmitían.
En la educación de entonces todo estaba basado en el sí señor y el mande usted. Y si éramos un poco díscolos en la escuela, nos castigaban de rodillas con los brazos en cruz, y cuando llegábamos a casa el castigo se duplicaba y recibíamos una galleta, un níspero, unas ñalgadas, un torniscón, un mosquilón, una tulipanda, nos calentaban el culo o nos zurraban la badana. Pero, en general, obedecíamos y no eran necesarios esos castigos. Éramos niños bien mandaos, porque si alguno era menos diligente, pronto era acusado de folgacián. Aunque había poco tiempo para folgar, pues a los niños se nos encomendaban muchas responsabilidades y esforzados trabajos. Poco tiempo nos quedaba para jugar, pero aprovechábamos a la caída de la tarde, en verano, para juntarnos la rapacería y correr por las calles, eras y huertas. La maya, era uno de los juegos preferidos. Así, a pesar de que los pueblos eran pequeños, a la tardecina, en el buen tiempo, se oía un buen jingrio, porque se reunía todo el comicio. En invierno, en las veladas o filandón, nos entreteníamos jugando al enduño, contando cusillinas u oyendo romances y leyendas a nuestros mayores. Esa literatura oral tan leonesa que quizá explique la eclosión literaria actual.