LA CARPINTERÍA DE VICENTE
Yo recuerdo la carpintería de Vicente como un lugar muy especial y mágico. Fue el primer sitio de aquellos recuerdos en mi adolescencia, que quedó grabado en la mente de una manera tal, que nunca se podrá borrar. Allí “aluciné” por primera vez y lo hice a la antigua usanza. Cada vez que lo revivo, sin afán de exagerar, veo la escena de tres guajes con ganas de descubrir experiencias nuevas de la vida y un tipo “genial” vestido de perfecto cómplice.
Conocí a Vicente cuando yo era un crío. Él iba a casa de la mi abuela Victorina los lunes por la mañana. Que pinta de bonachón de gorra a cuadros y gafas de Geppeto; siempre con su caldos colgando de sus labios mientras hablaba con total calma, acompañando sus comentarios de risotadas delatadoras. Pasaba directo a la cocina, donde mi abuela le esperaba, mientras ésta no dejaba de hacer cosas. Le mandaba sentarse en el escaño, mientras yo le observaba atentamente. Como me llamaba la atención, nada más ponerse cómodo, verle sacar de un bolso de su americana de mil puestas unos sobres del año 50, posiblemente abiertos de por entonces. De ellos, atadas con gomas elásticas, sacaba un buen paquete de letras de cambio, unas devueltas, otras a presentar……… no pude por menos que acordarme de mis cromos de fútbol, entendiendo a la perfección que las famosas letras estuvieran tan manoseadas de “tanto cambio”……… en todo caso, aquel ambiente no dejaba de seducirme.
Un día, una vez se marchó, le pregunté a mi abuela cual era la profesión de Vicente. Cuando me dijo que era ebanista-carpintero, entendí perfectamente que el banco que estaba haciendo era para Santander. Intuí al respecto que aquel tipo aparte de bonachón, era importante.
Fue aquella curiosidad, unida a la confianza que nos dio el trato, la que un día me llevó a pedirle, pasado ya un tiempo, que me dijera donde tenía ubicada su carpintería. En el momento que me respondió, y pensando en los contínuos recados que hacía a La Magdalena en compañía de dos primos míos, no pude por menos que pedirle permiso para pasar a visitarle. Vicente, con su inconfundible risotada, dejó claro que se alegraría por ello.
Dicho y hecho, los tres ciclistas bajamos a los pocos días a por unos ajos y unas naranjas a la famosa Casa de Las Teresas. Allí Filomena y Teresa nos despachaban serias, sabiendo en todo momento de donde procedían aquellos “rapaces”. Cogimos la cuenta y los puntos, dejamos el recado en las bicicletas y acto seguido, y en la casa de al lado……. abrimos cierta puerta; allí descubrimos ante nuestros ojos la carpintería más coqueta del mundo mundial. “-Hombre Vicente, ves como vinimos a verte”.”-pero bueno rapaces, pasad, pasad…..”. Allí descubrimos a un artesano carpintero, acogiéndonos como nadie sabría hacerlo mejor, trabajando a su ritmo y como no podía ser de otra manera, con su caldos colgado de sus labios. El lugar era mágico y la picardía de uno de mis primos, única:”- Oye, Vicente, a que no nos das a probar un caldos?”. La risotada bonachona que se escuchó fue de enmarcar. “-Pero hombre, rapaz y si luego se entera tu madre?”. “-tu tranquilo, que de aquí no sale”, contestó aquel que iba para misionero. Al final no fueron caldos, pero sí unos celtas sin boquilla los que pagaron la culpa. Que manera de toser los tres de la causa, mientras el amigo Vicente sin poder contener sus constantes risotadas, nos mostraba su desconfianza por si alguno aquella noche “meaba la cama”. “-Ahora cuando salgáis de aquí que nadie os huela el aliento, que la liamos”, nos dijo. En esto dimos cuenta de las naranjas y confiamos en ellas para aliviar la situación.
A partir de aquella estupenda experiencia, hacer recados a La Magdalena no solo tenían el aliciente de ver a Celita en la farmacia…………………….
Nietorosales.
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