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VILLAREJO DE FUENTES: LA TUMBA ROMANA...

LA TUMBA ROMANA

La historia que hora trato de contar, transcurre hacia mediados del siglo pasado, y para ser sincero no es ni biografiá, ni sé si es suceso cierto, pero tampoco es un cuento o una farsa literaria mía, tomarlo pues como lo que aseguro que realmente es, la transcripción de lo que a su vez me contó un artesano de reconocida pericia en adecentar imágenes religiosas y devolver fulgor a los retablos de los viejos templos de tantos y tantos pueblos de la Mancha.

Había recibido el artesano de que os hablaré el encargo de reconstruir el retablo plateresco de la iglesia de Villa-Lejos del Soto, cuyo presupuesto le había prometido el párroco local que lo tenia previsto satisfacer con los dineros legados para obras piadosas por vecina tan anciana como fervorosa devota del santo patrón local como siempre resultó ser Doña Mencía.

Al presentarse para iniciar el trabajo encomendado, nuestro buen artesano fue invitado por el señor cura a aposentarse en su propia vivienda rectoral, ya que de espacio y cuartos habitables andaba sobrada la residencia, aunque compartir casa ajena tenia su aquel de morbo, pero a falta de mejor opción en el pueblo finalmente fue aceptado el ofrecimiento.

Al principio la concurrencia con el sacerdote era muy liviana, ya que apenas terminaba la misa, montaba en su Montesa y tragando el polvo de carreteras terreras aún pendientes de afinar pavimento, se reunía con sus compañeros de vecinas parroquias, para solo sabe Dios las maquinaciones que en la pía reunión se tramaban o que pensamientos pecaminosos se hacían verbo en los secretos que quedaban guardados por cuatro paredes.

De de vez en cuando, tanto si la veda estaba levantada, como si no, pero había seguridad de ausencia por el monte favorito de ronda de guardias civiles, empuñaba nuestro clérigo su escopeta, se arremangaba bata talar de treinta y tres ojales, que fajaba con un canana bien provista, y muy ufano salia a esquilmar, con deleite de cazador empedernido, gazapos, liebres, codornices, perdices, pichones o lo que se pusiera al alcance de su puntería y no fuera excesivamente voluminoso, para no delatar las piezas cobradas cuando regresaba al pueblo, intentando que pasara desapercibida su batida ante sus feligreses. Aunque en realidad ese disimulo ya no engañaba a nadie, ni siquiera a los propios guardias, fueran estos los civiles del cuartelillo o los jurados municipales, ya que ambos, un poco por miedo y otro poco por mérito de la sotana, hacía que desviaran sus ojos a la vista gorda.

Volviendo al artista que dije al comienzo, en el trabajo de rehabilitación eclesial, y sobre el alto andamiaje necesario para acceder a lo alto del retablo, y recuperar brillo y baldeo para todas las imágenes fabricadas entre los siglos XVI y XVII, con sus vírgenes, santos, ángeles y angelotes, con la hojarasca y oropel dorado que los arropa en sus hornacinas, se fue pasando el tiempo y la posibilidad de entablar alguna que otra conversación con el sacerdote titular, no habiendo incidencias, se fue menguando.

Terminada la ultima misa de la mañana, una vez se ausentaba el celebrante, siempre con prisa, y salían todos los fieles asistentes, cerraba el maestro artesano el portón y quedaba en su interior en casi en absoluta soledad, de sus conocimientos profesionales sobre la historia de los edificios consagrados a iglesias católica, en muchas ocasiones confirmados o modificados por su rastreo entre los viejos libros almacenados entre telarañas en las sacristías, se percató que la que en esos días estaba trabajando se levantó como mezquita de blancas paredes, percatándose entonces, tanto por la orientación, como por las viejas arcadas de la nave principal con sus graciosas curvas, que el imponente edificio fue en su concepción y construcción una mezquita, convenciendole aún más de ello la frescura propia de las construcciones levantadas para la practica de la fe musulmana.

Por las tardes la diligencia laboral del artesano tenia un punto de caída al percatarse como invadían la iglesia un puñado de comadres, mujerucas del pueblo, tan descaradas como preguntonas que husmeaban el trabajo del buen menestral, al que incluso se atrevían a criticarle por memeces tan baladíes como el brillo de las hojas con pan de oro o el poco o mucho bermejo en las caras de los angelotes.

La cosa llegaba en algunas ocasiones hasta el atrevimiento de la más escandalosas y sabiondas de la tribu, y en palabras de algunas incluso las mas ricas del lugar, a escalar el andamio, posiblemente con el ánimo de hacer sentir al maestro artesano más de cerca su tan rústica como desatinada autoridad, y allí arriba, para contemplación de su coro de boquiabiertas adeptas a las tan injustificadas críticas, como exultantes adulaciones, todas ellas, las espectadoras a pie de suelo y la alzadas en lo alto del armazón, en realidad su único aporte a la restauración era el insoportable estorbo al laborioso operario.

También de vez en cuando, visitan irreverentemente el templo alguna bandada de gallinas, paseando entre los altares laterales dedicados a santos de menor enjundia, hasta que cuatro gritos del artesano las hacian huir con su escandaloso cloqueo.

En su quehacer, nuestro hombre, el artesano que con tanta reiteración me veo en la necesidad de evocar, en horas de ausencia de clérigo y fieles, acompañaba su faena con estruendosos cantos, que oscilaban desde la estremecedora aria Adiós a la Vida, hasta el ultimo pasodoble machaconamente reiterado por las emisoras locales, solo en pocas ocasiones y cuando el trabajo requería una especial atención a la imagen de un santo muy señalado, y por supuesto después de cerciorarse de que ningún ser vivo le acompaña en todo el templo, entonaba algún cántico gregoriano, que en la garganta ahíta del polvo de siglos que estaba levantando, hacia que resultara una tanto macarrónico.

El suelo de la nave central de la iglesia estaba hecho con grandes losas de barro cocido, que por su antigüedad carecían de homogeneidad en sus medidas, ofreciendo además desigualdades que proporcionaban algún traspiés a los fieles por la irregular planimetria que presentaban, hacia el centro aproximado del crucero había empotrado un marco metálico de aproximadamente un metro cuadrado, siendo el pavimento que ocupaba el interior del mismo una losa pétrea repujada, bien por manos de picapedrero o el callado quehacer de los años, en la parte del cuadrado mas próximo al altar mayor e incrustada en la losa había engarzada una argolla, cuyo hueco se había petrificado.

Nuestro buen restaurador se quedaba muchas veces absorto mirando la losa que antes he dicho, y parece ser que para sus adentros surgió la curiosidad de saber que es lo que cubría, puesto que sobre la misma no había inscripción alguna, ni restos que indicaran que las pudiera haber habido en tiempos pasados. La prudencia frente a los pobladores de la villa y de su párroco le frenaba de iniciar mayores averiguaciones.

Pero como la curiosidad fue en aumento, un día en que presumió que por tener seguridad de ausencia del cura en viaje al obispado, y siendo época de siega y trilla la inasistencia de fieles, en hora más propia de siesta que de rezos, le aseguraba la soledad y discreción necesarias para paliar su inquietante curiosidad, así que se puso manos a la obra y con herramientas propias de su oficio, inicio el desencrustrado de la argolla y rascado de los bordes del oxidado marco metálico, cuando inopinadamente entró silenciosamente la mujerona conocida como la señá Genera que con aspavientos y algún comentario inteligible hizo patente su extrañeza por lo que en aquel momento estaba haciendo nuestro hombre. Sin embargo entre ambos no se cruzó palabra alguna y la mujer se fue por donde vino.

Pasados unos pocos días la señá Genera volvió de nuevo en horas en que presumía solitario al artesano y muy calmadamente le preguntó que es lo que hacia sobre aquella losa, ya que nadie en el pueblo, ni los más ancianos tenían noticias de que fuera levantada nunca, las evasivas del operario excitaron aún mas la curiosidad de la mujer, por lo que ya de forma imperativa le preguntó.

- Dígame señor pintor, yo le guardaré el secreto, le juro solemnemente aquí dentro de la iglesia que guardaré el secreto y jamás contaré a nadie, ni siquiera a mi confesor, lo que usted ahora me diga.

El artesano, que estaba terminando la totalidad de la restauración encargada y por ende marcharía pronto del pueblo, encontró oportuno y posiblemente divertido contarle a aquella impertinente una absurda leyenda, previamente le hizo prometer y jurar una y mil veces que guardaría el secreto y que jamás repetiría a nadie ni una sola de las palabras que seguidamente oiría, tras los los juramentos de silencio, el bueno de nuestro honrado trabajador, haciendo gala de su inventiva literaria le contó a la curiosona.

- Tras aquella pesada losa se escondía, por arte maravilloso, cosas extraordinarias, tras una escalera honda, pero que muy honda, después de recorrer largos, estrechos y húmedos pasadizos revestidos de gruesa sillería, encontró por fin, una sala con una gran lampara de aceite, algo así como un plateado y enorme candil cuya gruesa torcida debía de estar ardiendo desde hace centenares de años, y vio, tendido sobre un ara del mármol más níveo, el cuerpo de un varón de cumplida estatura, casi dos metros, los ojos cerrados, su pecho cubierto por un peto dorado labrado con una escena de guerra, su mano izquierda asida a una espada de rica empuñadura cuajada de piedras preciosas, con hoja de un brillo