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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: El testimonio del abate afrancesado no es único. Sin...

El testimonio del abate afrancesado no es único. Sin esfuerzo pueden espigarse muchos otros en las memorias y diarios de la época, a la manera de los Recuerdos de Jovellanos, Godoy o Alcalá Galiano. Todos testifican de la descomposición que minaba su cuerpo, desde sus estratos dirigentes hasta sus mermados recursos financieros, sin olvidar los fundamentos ideológicos de su existencia. «Policía intelectual» del establishment, éste le asestó un duro golpe cuando, tras los fallidos intentos de reforma emprendidos por Jovellanos y Urquijo, el Príncipe de la Paz designó inquisidor general al arzobispo Arce, dimitido anteriormente de sus funciones a raíz mismo de su nombramiento. Acéfala, la institución navegó a la deriva en la segunda etapa de la dictadura godoyesca, sin pautas de comportamiento general. Un libro sañudamente perseguido por el tribunal de Logroño se vendía sin excesivas cautelas por los libreros sevillanos. Un grabado considerado pecaminoso en Valladolid se exhibía en los escaparates valencianos. A menudo, tal discrecionalidad guardaba conexión directa con las relaciones entre los ministros del tribunal y las autoridades locales y el mayor o menor grado con que éstas se encontraban imbuidas de su poder. Entre otros muchos, los dos episodios que a continuación vamos a narrar así lo prueban. En 1796, el corregidor de Murcia mandó exornar la Alameda del Carmen con dos estatuas estimadas por el presbítero denunciador de turno como gravemente procaces y libidinosas. La acusación no siguió el curso habitual ante el temor de la reacción del arrogante corregidor, Vicente Cano y Altares de Almazán. Veinte años más tarde, observa Defourneaux cómo la denuncia presentada ante la Suprema por una pintura francesa colocada en la Villa y Corte fue inmediatamente aceptada por los poderes locales, que secuestraron el cuadro considerado atentatorio a la moral católica.
No obstante este desconcierto normativo, sería erróneo deducir la inoperatividad o formulismo de la actividad inquisitorial. En pos de Llorente, los historiadores posteriores han tendido quizás con exceso a subrayar la templanza o inefectividad de su actuación. Pero si es cierto que sus condenas en la etapa final de su recorrido histórico fueron en general muy moderadas y, a las veces, simbólicas, no lo es menos que su mera existencia entrañaba un potencial enemigo de cualquier corriente política e intelectual que discurriese fuera de los caminos del «Altar y el Trono». Con cierta exageración, pero indudable exactitud, el conde de Toreno denunciaría en las Cortes de Cádiz: «En mi concepto es infundado afirmar que las luces del siglo hayan influido en la Inquisición para hacerla más ilustrada y menos perseguidora. Siempre ha continuado en observar y pesquisar la conducta de los sabios y literatos, Con dificultad se podrá mencionar uno en estos últimos tiempos que no haya sido encerrado o sindicado por la Inquisición... Yo apenas he conocido persona alguna adornada de luces que no haya tenido que ver con la Inquisición».
La crítica del entonces diputado asturiano descubre cuando menos cómo la Inquisición, sin fe en los propios destinos y envilecida en su esencia más genuina por el poder, se convertiría en el trapo rojo que catalizó el sentimiento anticonformista con la realidad de la España de Carlos IV. En la polarización antiinquisitorial de la mayor parte del ideario de la juventud educada cara al horizonte delimitado por el gran movimiento revolucionario de fines del XVIII se encuentra un elocuente ejemplo -y ello más que una crítica es simple constatación- del saldo siempre negativo que para la Iglesia entraña su alianza con el «imperio». De ahí que no sea de extrañar la aceptación calurosa de los afrancesados ante la erradicación del Santo Oficio decretada por Napoleón en el territorio bajo su soberanía a comienzos de diciembre de 1808.
A su vez, las minorías que poco más tarde de dicha supresión intentaron sentar en Cádiz las bases del futuro ordenamiento jurídico del país y de la convivencia entre sus habitantes, mostraron también -en número considerable- una indisimulable hostilidad hacia la Inquisición. Subyacente en gran parte de las intervenciones de los diputados liberales anteriores a la proclamación de la Constitución, sus convicciones afloraron sin encubrimiento alguno una vez consagrada aquélla.


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