ALCONCHEL DE LA ESTRELLA (Cuenca)

Reja y ruína
Foto enviada por eufra7dos@hotmail.com

Pegaso, nos llevarás a todos a casa de dos en dos —dijo León. La operación duró varios días, pero todos estaban tan satisfechos de haberse librado del dragón, que no les importó tener que esperar su turno. Para matar el tiempo, comentaban cómo su pequeño rey había conseguido derrotar al dragón, con un poco de ayuda por parte de Pegaso, por supuesto.
— ¡Hurra, lo hemos conseguido! —gritó León abrazando a Pegaso. De pronto sonaron grandes vítores, y León vio que se hallaban rodeados por el Primer Ministro, el Parlamento, el equipo de fútbol y la mantícora. El dragón no había tenido más remedio que dejarlos atrás.
El monstruo lanzó un grito de furia y comenzó a resoplar buscando desesperadamente la sombra. Entonces, al ver la palmera, se precipitó sobre la página y se instaló en el lugar que había ocupado antes.
El dragón tenía tantísimo calor que empezaba a echar humo. Pegaso voló en torno al animal batiendo sus alas como si fueran fuelles. El humo se extendió en todas direcciones, ocultando a León de la vista del dragón.
Al fin llegaron a una gran extensión desértica. No había ni pizca de sombra y el sol brillaba con fuerza en lo alto. Tan pronto como aterrizó Pegaso, León saltó a tierra y depositó “El libro de los animales” en el suelo, abierto por la página donde estaba la palmera. Mas cuando se disponía a subirse de nuevo en el caballo, resbaló y cayó. ¡En aquel momento hizo su aparición el dragón!
— ¡Vámonos al desierto! — exclamó León, y condujo al caballo sobre montañas lejanas, ríos y valles. El dragón emprendió su persecución.
— ¡Ahí debe de estar el dragón! —gritó León. Y así era, allí estaba el monstruo, disfrutando su siestecita matinal.

Mientras volaban sobre él, el dragón se despertó con un pavoroso rugido y se abalanzó sobre Pegaso
Sin soltar el libro,

León se montó en el animal.
Ambos se alejaron volando hada las colinas en pos del dragón. Al aproximarse, vieron un hilo de humo gris que se elevaba por entre los árboles.
“Debo ser yo mismo quien salve a mi pueblo”, pensó León. Se encerró en la biblioteca un día entero y repasó todos las obras sobre dragones. Cuando terminó, había aprendido algo muy importante: los dragones suelen arder bajo el sol del mediodía.

Luego llevó “El libro de los animales” al jardín, buscó la palabra “Pegaso” y de la página adecuada, salió un bellísimo caballo alado.
— ¡Hala, vete a luchar contra el dragón! —le ordenó León. Pero la mantícora no quería enfrentarse a ningún dragón y fue a ocultarse en las caballerizas reales. Al día siguiente, cuando el dragón se la encontró escondida allí, ¡acabó con ella de dos bocados!
Ya no quedaba nadie capaz de resolver la situación.
Cuando fue a pedirle consejo al Canciller, éste le dijo:

— Lo único capaz de acabar con un dragón es una mantícora, majestad.

León buscó la palabra “mantícora” en el índice del “Libro de los animales”, y al volver la página indicada, surgió de la misma el animal, restregándose los ojos a causa del sueño.
El lunes siguiente devoró al Parlamento completo, con ministros y todo, excepto al Canciller, que ese día estaba enfermo. La furia de la gente iba en aumento y León estaba desesperado.
Más tarde fue a contárselo al Primer Ministro y al Canciller.

El libro de los animales
El libro de los animales

Advirtieron a todas las personas que anduvieran con cuidado. El ejército permaneció al acecho hasta el sábado por la tarde, cuando los soldados se marcharon a sus casas a comer algo. Y el dragón, que no estaba menos hambriento, se zampó a un equipo de fútbol enterito.
— ¡Y sólo hace un día que soy rey! —exclamó, llorando—. ¿Qué voy a hacer?

León lloraba porque había dejado escapar al dragón rojo del libro mágico.

— Se ha ido volando hacia las colinas — se lamentó al ama Felisa.

— Qué desgracia —dijo el ama abrazándole.
De pronto, el dragón se desprendió violentamente de la página. Exhalando humo por la boca, desplegó sus enormes alas y, remontándose sobre los árboles, se alejó volando hacia las lejanas colinas.
León estaba horrorizado de lo que había hecho. ¡Había dejado escapar a un temible dragón que sembraría el pánico entre sus leales súbditos!


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