El tercero habia sido Urbano, unico varon, que llevaba ese nombre por haber llegado al mundo el ultimo dia de octubre, amarillo como el maiz y con un defecto fisico, una pierna mas corta que otra. Aprendio el oficio de zapatero y en el trabajaba, bien instalado, en la capital de la provincia, donde se habia casado con Matilde, una mujer grande, que pertenecia a una familia influyente y hacia muy bien los pasteles milhojas y cantaba zarzuela. Cuando alguno de la familia nos acercabamos a la ciudad, siempre ibamos a visitarlos y nos sacaban las milhojas y un vino dulce que decia ella que era el mismo con el que consagraban los canonigos en las misas de la catedral.
Tenian una hija de mi edad que se llamaba Sabina y tambien era grande y hablaba sin gestos y con los ojos fijos en el suelo y tocaba el piano. La mas joven de los hijas de mes abuelos vivia desde los diecisiete años en el monasterio benedictino de San Pelayo, del cual nunca habia vuelto a salir. Profeso con el nombre de sor Maria de la Adoracion y yo la habia visto un par de veces, detras de los barrotes, con la piel aun mas blanca que la de mi madre, la voz apagada y lejana y unos ojos atonitos que miraban sin pestañear.