Tan arruinado me quede en aquel momento, convertido en multiples y dificiles momentos, que tropece con la jarra del vino, que se fue al suelo por un golpe de mi mano inservible, y por intentar sujetar la jarra tumbe el vaso de Eneka y por querer apartarme del vino que se me caia encima desplace el plato de patatas con jabali y todo se precipito con estrepito sobre el suelo y Eneka tumbo su silla por querer detener aquel desastre y Aida dejo escapar una carcajada que a mi me parecio violenta, un alborozo de risas entrecortadas que parecian salir de su boca al mismo ritmo que en las lanchas del suelo rebotaban los trozos de cristal y de barro. Senti tanta vergüenza que mis ojos se humedecieron. Aida, al comprobar mi disgusto, guardo silencio y se arrodillo a recoger los restos del naufragio. Eneka, con su voz pausada y honda, dijo, "carajo", Nalo, no te apures, aqui estamos en familia.
(El entrecomillado es mio, pero la palabra de Eneka).
(El entrecomillado es mio, pero la palabra de Eneka).
Nos sentamos los tres junto al fuego, Aida con las manos en los bolsillos y apoyada su espalda en un lateral del escaño, Eneka cortando las llamas con una verdasca y escurriendo el aguacero de su memoria y yo sufriendo en solitario mi vergüenza. El rumor de las palabras de Eneka empezo a correr sin rumbo por la sala, y su cuerpo gigante se estremecia cuando lograba atrapar algun recuerdo efimero para traerlo hasta nosotros recnstituido, y nos hablo de cuando los hombres de Carcabal cazaban los jabalies con las manos, tumbandoles y undiendoles una estaca en el corazon, y del miedo que Clio tenia a esos animales, y tambien nos hablo del tiempo de la plaga de langostas, no la de Egipto, que de esa nos advirtio que ya nos hablaria mas adelante, sino de la que habia asolado Carcabal, cuando el cielo se nublo de pronto y el campo de escanda y la plantacion de maiz y hasta las matas de ortigas desapareciron del paisaje y la claridad del dia se quedo hecha una piltrafa, y del relato de aquella peste paso a la narracion de otra peste aun mayor, la peste del suicidio, cuando cinco hombres, tres mujeres y un niño, en el tiempo que va desde la Virgen de los Dolores hasta la fiesta de San Cosme y San Damian, doce dias contados, se fueron quitando la vida uno tras otro, bajo el calor infernal de un viento del sur desconocido, siempre al atardecer, unos colgados por el cuello de los robles de la fuente, otros lanzandose desde la Peña Grande al roquero que llaman de las Animas, y el niño arrojandose al pozo de Tena, esa si que habia sido una peste inexplicable, y a los pocos dias ocurrio el desastre de Filipinas, y no es que una cosa tuviera que ver con la otra, pero las cronicas para su acomodo requerian cotejo de acontecimientos, y entre aquellos ultimos soldados que resistieron mas alla de la rendicion habia un vecino de Carcabal, y del relato de aquellas pestes paso Eneka a describirnos su estancia con Clio en el lugar que el llamaba Olinpo, pero que no era otro, segun mas tarde pude comprobar, que un palacete de dos plantas, caballeriza, jardin, y pradera con frutales, en total un terreno de media fanega, que la madre de Clio habia heredado de un hermano que se habia hecho rico con los negocios del carbon y la caño de azucar en el estado mexicano de Coahuila, en una villa que llevaba el nombre de un presidente, entre los rios de Sabinas y Salado, y ese tal lugar, llamado por Eneka Olimpo andaba situado cerca del monte Calafigar de la Piñera y del Balneario de los Reyes. El fuego se iba consumiendo pero las palabras de Eneka crecian en la penumbra, y Aida bostezaba, quiza porque ya eran muchas las ocasiones en que habia escuchado a su padre contar aquellas historias, y yo sentia que la vergüenza iba saliendo de mi. Conto Eneka como habia entrado a sevir de jardinero en la hacienda del indiano y como habia sucumbido al poder de la belleza de Clio, contemplandola sin pedirle nada, sin explicarle sus intenciones, mañana y tarde, y por las noches enroscado en las sabanas como un despojo humano, soportando el dolor de aquel amor imposible, cultivando para ella las flores mas insolitas, narcisos del aturdimiento, vivaces aquilegias postradas como frailes boca abajo, androsemos sangre de hombre por encima de todo lo imaginable, rosetas de margaritas gigantes, azules espadas de caballero, ramilletes de milamores u orquideas amarillas con olor a sauco, y todas las mañanas y al final de cada tarde iba Eneka a entregarle a su musa una de aquellas flores, como regalos dementes para expresar con ellos el amor que no se atrevia a confesar, gracias, decia Clio, solo decia eso, gracias, con la voz aflautada por el recato y se alejaba de Eneka juntando flor y nariz en un acercamiento mutuo, sin expresar ni una sola letra del lenguaje de los sentimientos, y Eneka, ahogado en sus anhelos, volvia a sus arriates, a sus parterres, a construir para ella glorietas de colores con arbustos recortados en figuras expresivas y surtidores y terrazas y cascadas para el agua y grutas y escalinatas para las enredaderas, a retorcer y moldeal setos y platabandas para conseguir impresionar a la dueña de la casa, ablandar su conducta fria, cortes y distante, y cada palabra gracias de ella era para el como una punzada en la sien, porque cada vez esperaba algo mas, siquiera una palabra nueva que acompañara al gracias mil veces repetido.
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