Hiroshi, 63 años, había sido jardinero en los templos del este de la ciudad durante toda su vida.
Recortaba arbustos, barría hojas, cuidaba
piedras con la paciencia con la que otros cuidan a sus hijos.
Pero la vejez, las deudas y una jubilación injusta lo dejaron sin trabajo, sin
casa y sin propósito.
Dormía bajo un
puente, envuelto en mantas que otros desechaban.
Y durante semanas, nadie pronunció su nombre.
Hasta que un día, mientras miraba el
río desde lo alto del puente —pensando en no volver
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