Yorkshire, Inglaterra — 1933
Aquella
noche había
niebla espesa en la
carretera de Pennines.
No una niebla poética.
Una de esas que se te meten en los ojos y te borran el mundo a dos metros.
Percy Shaw conducía solo, despacio, con las manos tensas en el volante. No era ingeniero famoso ni científico. Tenía 39 años y ganaba la vida fabricando pequeñas piezas metálicas en un taller modesto.
Conocía esa carretera de memoria.
O eso creía.
En una curva cerrada, el
coche se desvió apenas unos centímetros.
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