Nadie sabía su nombre. Solo que iba cada jueves al mismo
bar, se sentaba en la mesa de la
esquina, pedía un café solo… y dejaba una propina absurda.
Un día, 50 euros.
Otro, 100.
Una vez, un billete de 200 doblado dentro de una servilleta.
—Se equivocó —decía siempre la camarera, Carla.
Y él, con una sonrisa que parecía conocer todos los secretos, respondía:
—No, hija. Me acordé de algo bueno.
Al principio pensaron que estaba loco.
Luego, que era millonario.
Después, que estaba solo.
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