En una granja perdida entre lomas y charcos, vivía un burro llamado Gustavo. Era alto, gris, serio. De esos que mastican con lentitud y miran como si lo supieran todo. No rebuznaba nunca.
No corría. No se mezclaba. A Gustavo le decían “el filósofo de las patas largas”.
Aunque nadie sabía si pensaba tanto… o simplemente no tenía ganas de hablar. Un día, llegó un perro. Pequeño, blanco, orejas enormes…y con un
disfraz de burro mal cosido.
— ¡Hola! —dijo, con una sonrisa tan ancha como su entusiasmo—.
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