En un rancho de Coahuila, donde el horizonte es ancho y la tierra se tiñe de rojo al
atardecer, vivía Diego López Ramírez, un niño de 9 años.
Cada mañana, Diego caminaba solo hasta la
escuela rural.
Eran dos kilómetros por un
camino polvoso, entre mezquites y
piedras, con el sol todavía bajo pero el calor anunciándose desde temprano.
Una mañana, algo fuera de lo normal ocurrió.
Desde el
monte, apareció un canguro.
Grande, de pelaje
color arena, con las orejas erguidas y la mirada suave.
Había
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